martes, 31 de enero de 2012

PUENTES Y SOMBRAS: I-3

Un grupo de grandes eucaliptos observaba la glorieta de Tablada, justo por donde pasaba el Peugeot 207. Merche no se decidió a descapotarlo cuando salió del garaje porque, aunque la mañana era soleada, había amanecido con niebla y la temperatura rondaba los quince grados.  El vehículo negro, con tapicería de cuero blanca, cruzó la rotonda y siguió por la avenida Juan Pablo II; el pontífice daba nombre a la calle en recuerdo de su primera visita a la ciudad en 1982 y del lugar donde se ofició una multitudinaria eucaristía.
Mientras Merche avanzaba, soplaba un viento fresco del norte que animaba a los plátanos de sombra a mover sus ramas. Los árboles aún eran jóvenes, pero ya enseñaban a las otras especies como sembrar la acera de hojas; llevaban haciéndolo desde verano y no terminarían hasta enero. La hilera de la derecha cumplía su misión de esconder el recinto ferial de la carretera. En parte, gracias al seto de tuyas que la acompañaba y a la serie de naranjos amargos que discurría por el interior de la acera. Los cítricos estaban cargados de fruta como si fueran adornos de una Navidad prematura. Algunos aguanta­rían así hasta últimos de marzo; mes en el que se daría por terminada la campaña de recogida de naranjas amargas por toda la ciudad. Una operación cuyo destino preferente eran las fábricas inglesas de mermelada.
Merche pisaba el acelerador con ansiedad. Aún tenía que llegar a La Cartuja, buscar el edificio Expo 2 y localizar la redacción de “La Voz de Híspalis”.  Se maldijo por no haber tenido más paciencia, por no haber esperado unos meses antes de comprarse el coche. Podría haber adquirido el nuevo modelo de 207 con GPS y ahora no estaría con esa sensación de perdida. Miró el reloj digital del ordenador de abordo y comprobó que ya pasaba un minuto de la hora concertada para la entrevista.
El Peugeot se incorporó a la autovía de circunvalación y cruzó por debajo del túnel que lo conduciría a la avenida Carlos III. La vía se había convertido en una de las arterias principales de la ciudad. Discurría paralela al cauce del Guadalquivir y era el límite oeste de la Isla de La Cartuja. A su izquierda, se levantaba un talud, o muro de defensa, que protegía el recinto de la Exposición del 92 de posibles inundaciones. Entre la vegetación frondosa que lo cubría se distribuía un jardín botánico espontáneo: alcornoques, encinas, pinos, olivos e higueras convivían con los arbustos que revestían el muro hasta la unión con la avenida.
Merche decidió acceder al aparcamiento de la Zona Oeste, fuera del moderno barrio empresarial. Antes de bajar del Peugeot, manipuló el espejo retrovisor para convertirlo en espejo. No necesitaba ningún retoque de maquillaje; sólo se ajustó el peinado. Su oscura y larga melena estaba recogida en una ancha trenza que despejaba su exótico rostro. De tez caribeña, como su madre, con una piel morena favorecedora, era alta y no excesivamente delgada. Vestía un jersey rojo oscuro que combinaba perfectamente con su falda negra. El suéter era de cuello vuelto, tan holgado que descubría un escote poco habitual en una prenda de invierno.
Después de comprobar lo atractiva que estaba, consultó su situación comparándola con el plano improvisado que había fabricado la semana pasada, cuando le confirmaron el lugar de la cita. El dibujo de la arrugada servilleta señalaba el Camino de los Descubrimientos con una flecha. Allí debía estar el edificio que albergaba el diario. El problema radicaba en las dimensiones de la avenida: un kilómetro que recorría longitudinalmente casi todo el recinto ferial de la Exposición Universal.
Todavía en pleno desarrollo, después de su abandono inicial, la Expo se había convertido en un espacio innovador. Edificios diseñados por los más prestigiosos arquitectos acompañaban a los pocos pabellones que quedaban del certamen. Merche caminaba por el Camino de los Descubrimientos y seguía intentando adivinar el jeroglífico en el que se había transformado su mapa de emergencia. A ambos lados de la calle se alternaban bloques de hormigón aún sin personalidad, en plena construcción, con figuras arquitectónicas irregulares revestidas de vidrio. “Debería estar por aquí”, pensó Merche mientras levantaba la cabeza buscando el número de la calle como una turista en un país extranjero. La apabullaba el conjunto de tres edificios con forma cúbica que se alzaban ante ella. Todos con las fachadas tapizadas de elementos de aluminio y cristal.
“Edificio Expo 2”. Por fin, este es.
Con determinación, atravesó la puerta giratoria y se adentró en una sala minimalista. A la derecha, al lado de un mostrador vacío coronado con una lámina del skyline de Nueva York, un tablero ofrecía información de la situación que las empresas ocupaban en las distintas plantas. A la izquierda, tres ascensores de gran tamaño esperaban cerrados. Merche se acercó al tablero. Cuando se disponía a escrutar la guía sintió que alguien le tocaba el brazo. Un hombre trajeado, de unos cuarenta años, con el pelo brillante y engominado, peinado hacia atrás, la abordó bruscamente.
—¿Necesita ayuda? Estos edificios inteligentes, en vez de facilitar las cosas, lo que hacen es complicarlas.
Merche sintió su desagradable aliento a coñac barato, pero fue amable con él.
—Sí, gracias. Estaba buscando la redacción de “La Voz de Híspalis”.
—Pues precisamente voy para allá. Si quiere seguirme… —El hombre tendió el brazo señalando el grupo de ascensores.
—Muchas gracias.
—¿Viene de visita o por negocios? —Se entrometió el hombre, mientras pulsaba el botón de llamada del ascensor—. Se lo pregunto porque allí conozco a todo el personal y puedo facilitarle las cosas —presumió  el personaje.
—En realidad, voy a una entrevista de trabajo. Tengo una cita con Cecilia Ramos —dijo Merche antes de que el sujeto volviera a cogerle del brazo para llevarla dentro del ascensor. Merche se estaba poniendo alerta. No tenía cuerpo para aguantar ninguna clase de flirteo. Además, siempre le habían molestado esas personas que andaban manoseando a la gente sin apenas conocerlas.
—Cecilia es muy amiga mía —dijo con suficiencia el hombre—. Pero es raro el día que no está de mal humor. De todas formas no te preocupes demasiado. Si tienes algún problema con ella me lo dices.
El tuteo tampoco le gustó nada a Merche, que sin embargo continuó guardando la compostura.
—Creo que podré arreglármelas sola.
—Estupendo. Ahora mismo te llevo a su despacho. Espero que consigas el trabajo, porque presiento que vamos a ser muy buenos amigos. —El ascensor se paró en el cuarto piso y esta vez el sujeto fue más lejos cuando la agarró de la cintura para empujarla suavemente hacia la planta.
—Soy Jaime Morales, prácticamente el dueño de la empresa —dijo ufano, mientras la sujetaba y se inclinaba para darle dos besos.
Merche se apartó bruscamente y le tendió la mano visiblemente enfadada.
—Merche Emanuele; encantada —mintió.
El día soleado de fuera se estaba tornando gris en el interior del edificio.
—Lo mismo digo: un placer. —Jaime disimulaba mal el rechazo cuando le ofreció a Merche una mano lánguida y sudorosa.
Después del bochornoso saludo, atravesaron un corto pasillo con puertas a ambos lados y llegaron a la entrada de la sala de redacción. Esta vez Merche se adelantó a Jaime para no dar lugar al roce acostumbrado.
—Ahí tienes a Cecilia; en su salsa —ironizó Jaime, mientras señalaba un apartado entre el caótico mar de mesas que se desplegaba ante los ojos de Merche. Allí, una mujer embarazada discutía con un hombre mucho más joven que ella. De aspecto cansado, con las ojeras invadiendo las mejillas, Cecilia gritaba algo ininteligible a su oponente. Su melena, de un incierto rojo oscuro, estaba recogida en una descuidada coleta y finalizaba en un flequillo irregular cuyas raíces evidenciaban el color blanco original del pelo. Cecilia no mostraba la fragilidad que se le espera a una mujer en estado de buena esperanza. De hecho, sorprendía la fiereza con la que estaba tratando al chaval: le estaba rompiendo unas fotografías en la cara para después tirarlas a la papelera.
La situación cada vez se presentaba peor. El nubarrón amenazaba tormenta violenta, con rayos y truenos. Merche estaba a punto de llorar.
—Mi despacho está al otro lado del de Cecilia. —Jaime señaló el habitáculo contiguo, separado del resto por tres pequeñas mamparas—. Pásate por allí después de la entrevista y nos vamos a tomar un café.
—No sé si tendré tiempo —se excusó Merche, que sospechó que Jaime era un asiduo al bar de enfrente, y que sus cafés eran de alta graduación.
—Claro que sí. —Jaime la miraba de arriba abajo apoyado en el quicio de la puerta. Se limpió la boca con la mano en un gesto desagradable que parecía confirmar que se estaba relamiendo—. Además, podemos celebrar que has conseguido el trabajo. En caso contrario ya me encargaré yo de que te lo den. 
“¿A cambio de qué?”, pensó Merche, que se sintió violentada mientras Jaime la desnudaba con sus ojos lascivos. Le entraron ganas de pegarle con todas sus fuerzas o de salir corriendo de allí. Una vez más, se contuvo: se limitó a darse la vuelta.
—Lo tendré en cuenta. Gracias por todo —masculló Merche ya de espaldas.
Armándose de valor se arrastró hacia la mesa de Cecilia. Mientras caminaba, sentía la mirada de Jaime atravesándole la ropa como si estuviera expuesta a un campo de rayos x.

viernes, 27 de enero de 2012

BETTY (Claude Chabrol, 1992)

La elección del tema, la selección de la película a comentar en estas líneas y la búsqueda depalabras que encajen, no siempre es una tarea fácil —casi nunca lo es—. En muchas ocasiones, la ingente cantidad de cintas interesantes que aún nos faltan por reseñar nos hace sentir vértigo a la hora de decidirnos por una de ellas; en otras, es la nula inspiración para dedicar unas palabras al filme elegido lo que nos deja bloqueados. Para ambos problemas siempre acudimos a la misma solución: pedimos ayuda a John Ford o a Claude Chabrol. Ellos, nuestros directores preferidos, nunca nos defraudan. En esta ocasión, es el directo galo el que viene al rescate.






















Betty es una de las películas menos conocidas, en absoluto menor, de la extensa filmografía del realizador de la Nouvelle Vague. Correspondiente a su última etapa, el largometraje es una adaptación libre de la novela homónima de Georges Simenon (no es la primera versión que hace Chabrol de un libro del creador del inspector Maigret). El director francés hace uno de sus retratos femeninos característicos: Betty (Marie Trintignant) acaba de ser forzada a separarse de Guy y a abandonar a sus dos hijas pequeñas tras haber sido expulsada del seno de una familia burguesa tradicional de Lyon. Sus continuos adulterios, consecuencia de la rígida, controlada y aburrida existencia, han sido la causa del repudio por parte de su marido y de su suegra. Entregada a la bebida y medio desahuciada, Betty es recogida en el bar de Mario (Jean-Francois Garreaud) por Laure (Stephane Audran), la amante del dueño. A partir de aquí, la trama se desarrolla a base de confesiones entre Laure y Betty acerca de la vida de las dos mujeres. Con insertos y flashbacks, entre whisky y whisky, el espectador va descubriendo la historia de Betty desde su encuentro con Guy hasta la separación. 


Chabrol se enfrenta a esos saltos en el tiempo con maestría: en primer lugar, nunca son definitivos, el realizador los presenta de forma progresiva y los relaciona con el desarrollo lineal de la trama cuando la voz en off de Stephane Audran suena en el presente, mientras la pantalla muestra la acción en el pasado. En segundo lugar, los vuelve a reproducir dentro del mismo flashback cuando Betty cuenta sus amargas experiencias a su amante, en el tiempo pretérito, de la misma forma que lo hace con Laure en la actualidad.

En el aspecto técnico, para abordar este argumento y profundizar en los sentimientos de las dos protagonistas, Chabrol se decide por una cámara intimista que condiciona la narrativa y la puesta en escena. Los primeros planos de Betty, y los de Stephane Audran —la primera musa de Chabrol— destacan por su insistencia y, aunque están muy bien rodados, se echan de menos los movimientos del objetivo tan personal de Chabrol. Apenas un desplazamiento elegante de cámara, cuando Guy y Betty se prometen, o unos planos detalle de las manos de los novios o de la propia Betty rascándose nerviosa tras la separación, nos recuerda quién está detrás dirigiendo. 


Es en el último tercio, al desencadenarse el conflicto entre las dos mujeres, que recuerda ligeramente a Las Ciervas (Les Biches,1968) por lo que tiene de suplantación de personalidades, es en ese momento, decimos, cuando el realizador muestra su sello característico, al que nos tenía acostumbrado: el objetivo se aleja, los personajes hablan tras los cristales y Chabrol observa en contrapicado como sufre una engañada Stephane Audran. La magnífica actriz —no se nos ocurre otro adjetivo— se muestra como en El Carnicero (Le Boucher, 1969), desdramatizada exteriormente, pero en ebullición en su interior y abocada a la tragedia.

En las películas de Chabrol, aparte de su oficio, siempre hay que esperar alguna genialidad. En este caso es el uso que hace de la metáfora del acuario como ciclo existencial —donde viven y mueren los peces— lo que eleva el nivel de la cinta: Chabrol enseña el estanque en el arranque; en el desarrollo, incluyendo el reemplazo de algunos animales que han perecido en sus aguas; y en el final: cuando el director rueda a través del acuario y da la sensación de que Betty se sumerge en él. La joven vuelve al circuito de la vida después de haberle usurpado a Laure —que se queda fuera— la suya. Así es como cierra Chabrol este estupendo filme, con una escena que presumimos será la  que nos quede grabada en la memoria para recordar a Betty.

Les dejo con el arranque, cuando se encuentran las dos mujeres (véase el acuario y la presentación de Stephane Audran, a la que Chabrol le da cierto suspense antes de enseñar su rostro)


Ver la ficha deBetty.






martes, 17 de enero de 2012

PUENTES Y SOMBRAS: I-2


El puente de las Delicias comenzó a elevarse.
—¡Mierda! —maldijo Merche en voz alta lamentándose por su mala suerte. Iba a llegar tarde en su primera entrevista de trabajo con posibilidades. Había salido con el tiempo justo para la cita, pero no se podía imaginar que con la hora punta superada con creces hubiera todavía problemas de tráfico. Claro que, precisamente por eso, era el momento ideal para el tránsito portuario.
Algunos conductores curiosos, y otros impacientes, se bajaron de sus automóviles para asomarse al río. Merche, malhumorada, decidió hacer lo mismo. Abajo, en el muelle destinado para los yates, una goleta de dos palos iniciaba la maniobra de desatraque. Era un barco precioso donde todo estaba reluciente. El casco blanco, de fibra de vidrio, y la cubierta de madera, recién calafateada y barnizada, aguantaban la mayor y el mesana. Las velas arranchadas en las botavaras, la cabuyería nueva y los elementos metálicos del velero como chigres o pasamanos brillaban impecables reflejando el suave sol de otoño. En el combés, una persona manejaba la rueda del timón y los mandos del motor auxiliar. Mientras, en proa, dos marineros soltaban amarras. Los conductores miraban con envidia como la popa se despegaba del muelle, y como soltaban la estacha de proa que aún ligaba el barco con tierra. Muy despacio, el velero inició la virada para poner rumbo a un punto entre los pilares centrales del puente, e iniciar su travesía hasta la de­sembocadura del río.
A pesar de su enfado, Merche no pudo evitar pensar en los días felices del verano. En aquellas cinco semanas de Punta Umbría, alejada de todo y de todos. En el ático de la plaza Pérez Pastor, justo enfrente del Puerto Deportivo; en las salidas a la mar con su Jeanneau de 8 metros; en el “pescaíto” , y en la marcha nocturna. Sonreía al recordar los ligues de fin de semana, sin compromiso, como a ella le gustaban: una cena romántica en la playa del Rompido, unas copas en el pub o la discoteca y después, si se terciaba, cama. Pero, ante todo, programar la salida con el “Borinquen Dos”, su barquito. Para ella, era complicado manejar drizas, escotas y timón a la vez. Necesitaba mano de obra. A ser posible, la misma que luego utilizaría para compartir la siesta a bordo después de una buena comida en el fondeadero. Merche se sorprendió de la ligereza con la que se tomaba la vida; pero eran vacaciones, qué coño. Ya tendría el resto del año para agobiarse.
No se explicaba por qué el semáforo continuaba en rojo cuando el puente levadizo ya estaba en línea con la carretera. Necesitaba ese trabajo. A sus veintiocho años estaba todavía en la fase de demostrar a su padre que se valía por sí misma. Creía que lo había conseguido cuando se embarcó, junto a dos amigas de la universidad, en el ilusionante proyecto de crear una revista mensual. La idea era buena. Merche pondría el capital; bueno, su padre. Isabel y ella se encarga­rían de la actualidad política, mientras Elena lo hacía de la económica. No era la primera vez que trabajaba con Isabel: en la facultad de Ciencias de la Comunicación, cuando eran alumnas de quinto, lograron sacar adelante el periódico del centro, abandonado tras varios años de ostracismo. En cuanto a Elena, simplemente era su mejor amiga de siempre. Elena se decantó por económicas, pero nunca dejaron de salir juntas. Se veían prácticamente todos los fines de semana y, además,  Elena congenió enseguida con Isabel. 
Durante el primer año la cosa funcionó a duras penas. Sin beneficios, pero sin grandes pérdidas. Soportable. Un pequeño negocio que andaba de puntillas en el sector, defendiéndose de la competencia con ingenio y buenos reportajes. Pero demasiado verde para aguantar el tremendo choque de la crisis financiera. Eso sucedió en el segundo ejercicio, cuando la caída de las ventas fue tan brusca que no pudieron hacer frente a los pagos que se les acumulaban, sobre todo los de la editorial. Además, los anunciantes dejaron de acudir a la revista. Las piezas del dominó iban cayendo una tras otra. Y Merche no quería seguir pidiendo dinero a su padre, que ya le había pronosticado su fracaso. Eso era lo que más rabia le daba: tuvieron que cerrar, y darle a él la razón.
Isabel se fue al extranjero con una beca de estudios para realizar un master en comunicación institucional. Elena se echó un novio arquitecto de Madrid y desde entonces vivía con él en la capital mientras opositaba a la administración. ¿Y ella? Se dedicó a la buena vida como niña de papá. Algo que odiaba, pero que no estaba dispuesta a aguantar por más tiempo. Reconocía el desahogo económico, el Jeanneau, su apartamento de Punta Umbría y el ático de la avenida Cardenal Bueno Monreal. Pero haría todo lo que fuera posible para que su padre no se saliera con la suya: él era todavía de los que opinaba que la mujer debía casarse, tener hijos, llevar la casa y olvidarse de trabajar.
El Doctor Ramiro Vallés, odontólogo de prestigio, con una clínica en la Vía Layetana de Barcelona, opinaba que su hija debía buscar novio allí, en Cataluña. Él se encargaría de introducirla en los ambientes más selectos de la ciudad. No dejaba de presionarla, pero Merche se comportaba como su madre. Eres cabezota e irresponsable. ¿Por qué no haces como tu hermano? Un día tendrá su propia clínica o se hará cargo de la nuestra. Vente a vivir con nosotros. Ni de coña.
Su carácter era imposible. Estaba claro que había salido a Rosita. Para Merche, su madre era el espejo donde debía mirarse. Natural de Puerto Rico, Rosita Emanuele era una mujer que sabía lo que quería. Conoció a Ramiro mientras éste se encontraba de viaje de fin de curso en la isla. El complicado noviazgo, por la lejanía, provocó que se casaran pronto. Rosita no lo dudó, y pasó con él los años más difíciles. Los que tocaba sobrevivir con un mísero sueldo, trabajando en una empresa de calzado en Elche, mientras su marido iba haciéndose una clientela que nunca llegaba. Con dos hijos pequeños supo salir adelante, pero cuando las cosas empezaron a irles bien su matrimonio se fue a pique. Algunas infidelidades, enfermeras demasiado jóvenes, aburrimiento en la cama, todo contribuyó para que acabaran separándose, incluida la añoranza que sentía por su tierra.
Rosita volvió a San Juan. Su Borinquen querido. Merche sólo aguantó un año sin ver a su madre, en cuanto pudo fue a Puerto Rico a visitarla a casa de sus dos tías solteras. Las tres hermanas vivían como si nunca hubieran dejado de estar juntas. Como si el largo paréntesis entre la boda y el divorcio de Rosita se hubiera esfumado. Como si formara parte de la historia de otra persona. Rosita parecía feliz, pero echaba de menos a su hija.
A Merche se le saltaban las lágrimas.
Por fin se levantó la barrera del puente; y el semáforo se tornó verde.

No le gustaba nada el cariz con el se presentaba el día. Veía su futuro de color oscuro. Negro. Y lo malo es que su porvenir se limitaba a las próximas horas. Vivía en el presente inmediato, siempre pendiente de un hilo. Un hilo que, esta vez, amenazaba con romperse. 
Su vida transcurría a ras de suelo, literalmente. Y no sólo por el hecho de dormir a la intemperie, entre cartones, tirado en la esquina más inmunda, sino por la perspectiva del mundo que lo rodeaba. Era como si su campo de visión estuviera limitado a la altura del contenedor de basura más cercano. Sólo aquellos objetos que se abandonaban en la calle eran susceptibles de ser observados, el resto carecía de importancia. Los desechos de la sociedad —él era uno más—, las heces de los perros, y las pintadas que recordaban que había que recogerlas, eran visión obligada. Seguramente ayudaba el que caminara encorvado, como si le pesara la cabeza y no fuera capaz de sujetarla entre los hombros. El Gabacho vivía una mísera existencia. Y lo sabía; pero no tenía escapatoria: llevaba más de veinte años enganchado a la heroína.
Criado en el Polígono Sur de la ciudad, probó la droga con dieciséis años. Ocurrió en el verano del 88, en la década en la que la heroína hizo estragos entre la juventud. Un viernes por la tarde, sus colegas le invitaron al primer chute de su vida. Al principio le resultó muy desagradable, pero pronto empezó a sentirse de maravilla. El sábado repitió. El lunes, mientras ayudaba a un maestro albañil en la obra donde trabajaba de aprendiz, comenzó a encontrarse mal; muy mal. No sabía que le ocurría; creía que tenía una indigestión, o que la resaca del fin de semana duraba más de lo habitual. Lo único que tenía claro era que si volvía a picarse caballo seguro que iba a mejorar. Y eso fue lo que hizo. A partir de ahí todo fue cada vez peor.
Cuando se le acabó el dinero, comenzó a robar en casa, a vender todo lo que encontraba de valor para poder drogarse cada vez con mayor frecuencia. Su madre intentó que lo dejara, pero fue él quien la dejó a ella. De hecho, ya no se acordaba de la última vez que habló con ella. Igual ya estaba muerta; como su padre. Para él ambos estaban muertos.
El resto de los años transcurrieron entre la calle y la cárcel. Sólo se acordaba con claridad de la primera vez que lo enchironaron. Fue cuando asaltó aquella farmacia donde la encargada, como si lo tuviera todo preparado, reaccionó con rapidez: la hija de puta se encerró en la botica. En realidad, fue él quien se quedó atrapado ya que el control de la puerta de la calle estaba situado en la oficina donde se guarecía la espabilada. Desesperado, con el mono haciendo de las suyas, arrambló contra todo lo que veía: cajas de medicamentos, muestrarios de gafas de sol, cremas para la piel o tratamientos milagrosos para adelgazar y, en fin, todo aquello susceptible de ser arrancado, empujado o tirado al suelo. Mientras, en el refugio improvisado, la farmacéutica llamaba al 091. Pronto, llegó la policía. Los maderos lograron reducirle sin muchos esfuerzos debido al cansancio propio de su estado de ansiedad y a la resignación del que ha caído en una trampa de la que es imposible salir.
Fue en presidio cuando comenzó a arrastrar ese mote despectivo. Le llamaban El Gabacho por su apariencia de guiri. Es verdad que antaño, cuando todavía no era un muerto viviente, tenía la tez más blanca y sonrosada. Eso, unido a los ojos claros y el pelo rubio, le daban un atractivo semblante de extranjero. No obstante, lo que definitivamente motivó el apodo fue la dificultad que tenía al pronunciar la erre, y la naturalidad con que su frenillo la sustituía por una ge. El alias le de­sagradó al principio, pero ya hacía tiempo que se divertía con él. Le gustaba alimentar su particular leyenda inventando historias y asegurando que era francés de nacimiento, cuando, en realidad, nunca había pasado más allá de Dos Hermanas. Sin embargo, su aspecto ahora no acompañaba. Era el de una persona que rondaba los cuarenta, pero aparentaba más de sesenta. Su piel era extremadamente morena, seca y ajada; se estiraba por la presencia de los huesos de la cara que configuraban su cadavérico rostro. Las sucias greñas ya no brillaban al sol, y la delgadez extrema de su cuerpo enjuto se confirmaba cuando brazos y piernas asomaban por la desaliñada vestimenta. Sólo sus ojos azules se aferraban a la vida anterior; aunque la mirada era diferente. Tenía la misma expresión que la de aquellos judíos, diezmados por el Holocausto en los campos de concentración, el día en que fueron liberados.
Ahora caminaba con ansiedad. Temblando, febril por el efecto de la abstinencia, su cuerpo encorvado avanzaba por la Plaza del Museo. No, las cosas no iban nada bien. Y todo parecía indicar que alguien estaba empeñado en joderle. No tenía más remedio que volver al piso de la calle Trajano. No debía preocuparse tanto. Era poco lo que se jugaba: solamente su vida.



viernes, 13 de enero de 2012

VAMPYR (Der traum des Allan Grey de Carl Theodor Dreyer, 1932)


A caballo entre el cine mudo y el sonoro, el genio cinematográfico que fue el director danés Carl Theodor Dreyer realiza una película singular, casi contemporánea al Drácula de Tod Browning, menos famosa que ésta, pero igual de influyente y, como poco, de la misma calidad.






















La cinta de Dreyer es la primera que dirigió después de su obra maestra La Pasión de Juana de Arco. También es su debut en el cine hablado aunque pertenezca más al período silente. En efecto, el uso de intertítulos, los pocos diálogos y la sonorización posterior al rodaje confirman que se trata de una película de transición. Este hecho no supone ningún menoscabo al filme, sino todo lo contrario: gracias al tratamiento de la imagen muy por encima de la palabra podemos disfrutar de un despliegue de recursos cinematográficos destinados a contar una historia fantástica, un sueño o una ilusión, verdaderamente única.

Dreyer se vale del director de fotografía Rudolph Maté (que ya brillara en la citada “Juana de Arco” y poco antes de emigrar a Estados Unidos donde continuará una carrera ascendente como técnico y posteriormente como director) y de su propio criterio para adaptar libremente la colección de relatos de Joseph Sheridan Le Fanu titulada “Las criaturas del espejo”. Es tan personal la versión de Dreyer que la película podría situarse dentro de la corriente vanguardista de la década anterior (hablamos de Delluc, L’Herbier, etcétera), de la surrealista contemporánea de Buñuel y Dalí o de la expresionista de Wiene o Murnau (aquí es inevitable citar a Nosferatu).

La historia de Dreyer se centra en el deambular de un personaje principal, Allan Grey (interpretado por Julian West al modo expresionista de, por ejemplo, Conrad Veidt en Caligari), que arranca como si fuera un espectador más, observando, espiando y recorriendo inquietantes lugares sin saber si son reales o imaginarios —Dreyer avisa de este extremo en la introducción—. Es tan pasiva su actitud en el primer tercio del largometraje que el resto de personajes se comportan como apariciones (o la aparición es él) y actúan casi sin tener en cuenta la presencia de Grey. Es la parte más surrealista de la cinta. Aquí, las sombras cobran vida, los insertos de carteles de las posadas toman partido por formas espectrales, y hasta la silueta de un campesino se torna en la estampa del temible segador: la muerte.

Grey protagoniza la acción en la segunda fase, desde que se aloja en el Castillo de Courtempierre. Entre los muros vive un hombre con sus dos hijas. El padre, atormentado, sufre por una de ellas que yace enferma en la cama. La joven tiene unas marcas en el cuello que hacen presagiar lo peor. Grey sospecha del siniestro doctor que la visita todas las noches, mientras él lee con detenimiento un tratado sobre vampiros.

Es la tercera parte la que le da la fama a la película por un par de detalles que se repetirán a lo largo de la historia del cine: el sueño de Grey que vive su propia muerte, y la angustia de uno de los personajes cuando es sepultado en un molino por una lluvia de harina. Para nosotros, esta fase de la cinta también es la mejor, pero por otro motivo: por ser una excelente mezcla de las dos anteriores. Grey se desdobla en cuerpo y alma para pasear invisible a los demás por los lugares de la acción —como al principio—, pero, simultáneamente, su cuerpo es el protagonista activo de la trama. 

Vampyr fue —nos parece increíble— un fracaso en su día, tanto que el director danés tardaría años en recuperarse. Por suerte lo hizo y nos dejó algunas películas (sólo citarlas dan escalofríos): entre ellas Ordet, Gertrud y Dies Irae. Las tres obras maestras. Para nosotros Vampyr también lo es.


Os dejo con una secuencia de la primera parte de Vampyr; Dreyer y Maté hicieron cosas como estas:



Ver Ficha de Vampyr.


viernes, 6 de enero de 2012

PUENTES Y SOMBRAS: I-1

Tal como anunciamos en el último post, hoy comenzamos con la publicación de los dos primeros capítulos de "Puentes y Sombras". Lo haremos por entregas y, siempre que se pueda, alternando con las entradas de cine que han caracterizado a este blog.

"Puentes y Sombras" es una novela de género, llámese thriller, policíaca o negra, que nace con el único propósito de entretener al lector; sin más pretensiones. Se estructura en dos libros y arranca como sigue:







PUENTES Y SOMBRAS


Para engañar al mundo,
toma del mundo la apariencia;
pon una bienvenida en tu mirada
y en tus manos y lengua;
procúrate el inocente aspecto de una flor,
pero sé tú la víbora que oculta.

William Shakespeare, Macbeth.




















LIBRO PRIMERO


Dicen, que cuando se acerca el momento de la muerte, vemos pasar la película de nuestra vida, en un instante; como si fuera una cinta montada a base de retazos de existencia. Editada de forma lineal, pero avanzando sin pararse en detalles, sólo mostrando algunos de los fotogramas que han marcado nuestro paso por este valle de lágrimas.
A él no le funcionaba: cuando se disponía a ser el espectador privilegiado del repaso de su vida, cuanto más forzaba a su cerebro para iniciar la proyección, su mente, obstinada, más se negaba.
Quizás la razón estuviera en la clase de muerte que iba a tener: ni súbita ni accidental. ¿Es que el volcado de memoria sólo se cumplía en los casos de inmediatez? Podría ser: recordaba testimonios de personas enfermas que sintieron lo mismo antes de una operación de urgencia, pero que al salvarse pudieron contarlo. No era su caso. Aquí todo estaba premeditado desde ha­cía mucho tiempo; tanto como para que su determinación a desaparecer para siempre ocupara el mayor espacio posible de memoria, y se negara a compartirla con sus recuerdos.
Claro que el motivo de la ausencia de perspectiva también podría deberse a que su existencia no era merecedora del definitivo homenaje. Era cierto que los últimos años habían transcurrido de forma anodina, sin embargo, su trayectoria profesional le había deparado momentos memorables. Incluso llegó a ser admirado por sus compañeros. Y sus viajes por todo el Continente le dejaron experiencias que seguramente serían la envidia de cualquiera.
Tenía gracia. Resultaba que la negativa de su conciencia por revivir aquellos tiempos no era tal. Finalmente, estaba pensando en ellos; y era cierto que lo hacía de forma telegráfica. Así funcionaba. Tenían razón los que afirmaban aquello.
No obstante, para él la sensación de revivir el pasado fue casi imperceptible: enseguida volvió a sumergirse en su dolor. Aquél que llevaba soportando mucho más tiempo del que una persona puede aguantar. Por fin iba a dejar de sufrir. Eso lo consolaba. Y lo animaba para terminar cuanto an­tes.
 Pero lo que más lo ayudaba en su decisión era la idea que se había formado de las consecuencias de su fallecimiento. Sobre todo la imagen de ella cuando descubriera el cadáver. Y ojalá fuera la primera en hacerlo. Se imaginaba como su mueca de sorpresa se iría transformando en un gesto de desazón y pesar. Ya no se reiría más de él. Por primera vez le llevaba ventaja.  Ya no tendría que oír sus sonoras carcajadas; tan hirientes como sus comentarios, tan de­sagradables como su aliento a alcohol. Ya no lo humillaría más.
Desde esta pequeña altura lo veía todo claro. Sin un resquicio de duda. Ahora, deseando para ella un perpetuo remordimiento de conciencia, el que sonreía era él. Ya sólo tenía que empujar con el pie el respaldo de la silla en la que estaba subido.






MARTES


No sé si es necesario que me presente. Ustedes me conocen de sobra: soy Enrique Jarque, redactor jefe del periódico local “La Voz de Híspalis”. Llevo dos años en el cargo y cinco en el diario. Antes de ser trasladado aquí, trabajaba en Madrid, en la sede central del grupo: en su agencia de noticias. En realidad, pertenezco al Grupo Sincera desde que salí de la facultad, hace ya más de diez años.
 Me gusta ser minucioso en todo lo que hago, y voy a intentar serlo también ahora. Sin embargo, procuraré ceñirme a lo que sea relevante para esclarecer el caso que nos ocupa. Por ello, creo que lo pertinente es comenzar recordando el día en el que conocí a Merche.
Era martes, día 2 de noviembre. Recuerdo la fecha porque andaba liado con el suplemento cultural de los miércoles —por aquel tiempo yo llevaba el área de Cultura y Deportes—, y estaba muy retrasado en su redacción debido a que la jornada anterior fue fiesta: el Día de Todos los Santos. Tenía la mesa llena de papeles, distribuidos en un perfecto orden desordenado. Todo en sinto­nía con el resto de la sala; perfecto ejemplo de la teoría del caos. Si tuviera que describir el funcionamiento del periódico seguramente me apoyaría en el socorrido calificativo de “jaula de grillos”, por el ruido producido por las impresoras, las voces y las urgencias de los que allí trabajaban. Jaula de grillos o gallinero. Sala de redacción donde los periodistas picoteábamos las noticias que nos enviaba la central, y donde Roberto encajaría perfectamente como gallo del corral.
Debería hablar del jefe; y del jefe del jefe. Roberto Stefani es el director de “La Voz de Híspalis”, el alma del periódico. Lleva más tiempo que nadie en “La Voz” y desde siempre ha estado en sintonía con el presidente del grupo: Juan Morales del Prado. Don Juan, como todos lo conocíamos, se había hecho a sí mismo. Empezó trabajando como chico de los recados en un periódico local. Su ascenso fue progresivo, pero imparable. Pasó por todos los puestos posibles hasta llegar a ser el presidente de una gran compañía.  De ahí que conociera tan bien su trabajo. Era un gigante de la comunicación. Creó el Grupo Sincera y lo convirtió en uno de los líderes del sector. Con casi noventa años Don Juan logró convertir su sueño en realidad y, además, mantener una línea independiente en todas sus publicaciones. Este era el sello característico del Grupo; y también  la obsesión particular de Roberto.
Pero la situación económica del periódico no era nada boyante. Ni tampoco la del Grupo. Desde hacía dos años la reducción de personal era continua e implacable. Realmente, mi nombramiento como redactor jefe fue una trampa. En principio, me alegré con la subida de categoría, pero enseguida me di cuenta de que mi volumen de trabajo aumentaba considerablemente: tendría que hacer mi labor como periodista y la de dos más a los que habían despedido. Y, encima, con la responsabilidad de llevar el área lo más dignamente posible.
Es decir, el trabajo me saturaba. Ese día, estaba terminando de redactar la recensión del último best-seller de una escritora sueca con apellido de estantería de IKEA, y aún tenía pendientes varias críticas de cine y teatro. Tampoco avanzaba con la página sobre las actividades culturales de la ciudad. Totalmente abandonada, me observaba desde el portátil situado en la mesita auxiliar: el documento de Word en blanco, amenazante, con varias notas de los pesados de maquetación pegadas en la pantalla, presionándome cada vez que miraba al monitor.
Además, estaba preocupado por la sección de deportes. Javier, un eficiente alumno de comunicación en prácticas, me acababa de avisar que finalizaba esa semana su periodo de becario en el diario. La noticia me dejó angustiado de verdad. Ya me había acostumbrado a simplemente supervisar su labor. Era efectivo, diligente y muy buena persona, pero, sobre todo, hacía que yo viviera mejor.
 Así estaba, en pleno desarrollo del invento del siglo, el día de veinticinco horas, cuando Roberto me envió un e-mail al ordenador a  través de la red local. Quería que fuera a su despacho inmediatamente.


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Cómo conseguir el libro.


domingo, 1 de enero de 2012

PUENTES Y SOMBRAS: Génesis de una novela negra (y III)

Es generalizada la creencia, entre los que se dedican a teclear palabras en un blog o en cualquier otro medio, de que la gente que escribe lo hace para sí mismo, como si estuvieran rellenando las páginas de un diario para evadirse de la rutina, en una suerte de cura antiestrés. En mi caso —y no digo que no haya también algo de terapia—, la experiencia a lo largo de estos cuatro años de blog me dicta que es mucho más satisfactoria la comunicación con los lectores que el simple hecho de encerrarse en una habitación a escribir. Ese intercambio de información: la creación y la respuesta del interlocutor en forma de comentarios, es lo más destacable de este invento digital. Y creo que también es fundamental en cualquier otro tipo de medio. Aunque sea menos interactivo, aunque no haya respuesta por parte del destinatario de la información, seguirá existiendo esa transmisión autor-lector que certifica que la acción de escribir no es un mero ejercicio individual.

Volviendo a la novela, en la entrada anterior alguien me respondió de manera acertada a mi pregunta de qué hacer con el libro: “Pues darlo a conocer y dejar que su autor se retire para dar paso a los lectores”. Gracias, eso fue lo que hice, Explorador. Evidentemente, mis lectores potenciales no iban más allá del círculo de amigos íntimos y familiares —no me atrevía a otra cosa—; y únicamente de aquellos que estuvieran verdaderamente interesados en leer un tocho de cuatrocientas y pico páginas de un autor novel.

Mi primera sorpresa fue comprobar lo predispuestos que suelen estar amigos, padres, hermanos y cuñados en leer una novela escrita por alguien tan cercano. Con más miedo que vergüenza entregué el manuscrito a unos pocos íntimos. Entre ellos había gente joven y no tan joven, amas de casa, funcionarios, estudiantes, jubilados, licenciados en carreras de ciencias, químicos, médicos, ingenieros, pero también licenciados de letras, filólogos, periodistas. Algunos verdaderos devoradores de libros y otros que casi no han leído nada en su vida. Un público heterogéneo, alrededor de una veintena de personas, del que podría obtener una indicación aproximada, una señal para ver si merecía la pena seguir con el proyecto o si finalmente tendría que abandonarlo.

La segunda sorpresa fue también agradable: todos me dieron la enhorabuena. Entonces me pregunté cuánto porcentaje de falsos halagos había en aquellas felicitaciones, teniendo en cuenta la clase de lectores que eran: amigos y familiares íntimos. Con los muy próximos había suficiente confianza como para detectar si sus parabienes eran verdaderos. Con el resto existía la duda. Finalmente, hubo una serie de circunstancias que fueron determinantes para decidirme a dar un paso hacia delante: lo enganchada que estaba leyendo la novela una persona muy cercana; la crítica favorable de una filóloga, lectora empedernida; el entusiasmo de otro familiar, y el hecho de que su pareja se hubiera leído el libro en ¡un solo día! Decía que una vez comenzada la lectura ya no fue capaz de dejar de leerlo hasta acabar con él. Una cosa estaba clara: parecía que la trama conseguía atraer al lector, independientemente de que estuviera bien o mal escrita. Recuerdo que pensé lo mucho que me había divertido escribiendo “Puentes y Sombras” y el empeño que había puesto en cada párrafo para conseguir transmitir el entretenimiento a los lectores. Al parecer había logrado establecer esa comunicación, al menos con las pocas personas de mi entorno. Todo indicaba que era hora de intentarlo con más gente.

¿Cómo diablos se publica una novela? —me pregunté—. Bueno, reconozco que no me estruje mucho el cerebro: accedí a Internet y escribí en Google: “quiero publicar un libro”. La interminable avalancha de resultados me obligó a estar varios días empapándome de lo que decían las editoriales, las agencias, los foros, los portales de diversas asociaciones literarias y los escritores novatos en sus blogs. De toda la información que inunda Internet, esta última me fue muy útil (en especial las muy recomendables webs Aventuras y desventuras de un escritor novel y Andanzas de una escritora). En ellas descubrí cómo al principio es inevitable sentirse atraído por ciertas editoriales que prometen publicarte el libro así, sin más. Enseguida aprendes lo que es la autoedición, la coedición y otro tipo de fórmulas donde el autor además de entregar su obra tiene que poner dinero encima de la mesa. Un método respetable, que hay gente que utiliza, pero que queda muy lejos de lo que yo esperaba de una editorial.

Con la intención de encontrar una editorial tradicional, la que apuesta por tu obra y no por tu dinero, me topé con Escritores.org. Un portal muy recomendable que reúne todos los recursos que te puedas imaginar y te ayuda a dar los primeros pasos. Entre otras cosas, allí aprendí a confeccionar una propuesta editorial, algo fundamental para dar a conocer tu obra. Con toda esa información, ya estaba preparado para escribir a las empresas, a las que creía les podría interesar la novela. En verano lancé mi primera tanda de e-mails, y en septiembre la segunda. Algunas editoriales tardaron semanas en responder, otras meses y, la mayoría, permanecieron mudas. En las respuestas que recibí había de todo: “evaluaremos su propuesta, pero tardamos de 2 a 8 meses”, “su novela no se adecua al material que nos interesa”, “si en tres meses no recibe respuesta es que la rechazamos”, “la vamos a evaluar, pero no nos comprometemos en responder”, y cosas así. Fue entonces cuando me di cuenta de lo difícil que es publicar una novela para un escritor novel. Me imaginaba todos aquellos originales apilados en las mesas de los editores sin apenas posibilidades de ver la luz algún día.

A pesar de las dificultades, nunca perdí la esperanza. Me armé de paciencia y aguardé el veredicto de algunas editoriales a las que en principio les había gustado la propuesta y estaban en la fase de evaluación de la obra. Con una de ellas, con ABEC editores, tuve una reunión muy positiva que finalizó con la solicitud del manuscrito por parte del responsable de publicaciones. En pocos días, me comunicaron lo mucho que les había gustado la novela, pero que tendría que esperar a la aprobación por parte de la junta editorial. Tras sucesivas reuniones, el 22 de diciembre (el día de la lotería de Navidad), hace tan sólo unos días, y después de casi tres meses desde el primer e-mail que les envié, firmamos un contrato de edición por el que la editorial se comprometía a publicar “Puentes y Sombras”, mi primera novela. No me lo podía creer. No soy ningún jovenzuelo y, sin ánimo de alardear, puedo decir que publico regularmente artículos en prensa y revistas culturales, sin embargo, la posibilidad de ver a “Puentes y Sombras” —a la que le he tomado mucho cariño— en las estanterías de las librerías es algo que colma mis aspiraciones.

Con el sueño próximo a verse realizado, y con el permiso de la editorial (ahora la novela es tan suya como mía), pretendo desvelar una parte del libro a lo largo de las próximas semanas. En ese tiempo iremos colgando, por entregas, los dos primeros capítulos de “Puentes y Sombras”; una novela negra de la que ya conocéis su gestación.

Ver todas las entradas de Génesis de una novela negra.


Leer los dos primeros capítulos de la novela.

Cómo conseguir el libro.
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