jueves, 24 de febrero de 2011

CISNE NEGRO (Black Swan de Darren Aronofsky, 2010)

La repetición en exceso de una palabra o una frase es un recurso narrativo utilizado para conseguir mayor fuerza expresiva. Lo mismo se podría aplicar a esa otra forma de narrar que es el lenguaje cinematográfico. Sin embargo, un mal uso de esta técnica tiene el peligro de volverse contra el escritor —o contra el cineasta—, y hacerle fracasar en su intento de comunicación con el lector —o con el espectador—. Es lo que le ha ocurrido a Darren Aronofsky con su última película.



Cisne Negro es la historia de una metamorfosis. El realizador neoyorquino sigue como metáfora “El Lago de los Cisnes”, el famoso ballet compuesto por Tchaikovsky, para avanzar en una trama donde Nina (Natalie Portman) se va transformando desde una bailarina inocente hasta una artista cruel y depredadora. Una idea buena —aunque no muy original—, pero que a medida que avanza el metraje, y debido a la saturación expositiva, devora todo lo que encuentra a su paso hasta llegar al hartazgo.

Y es que no hay secuencia, escena, plano donde no figure el desdoblamiento de la protagonista. Ya sea con la presentación de personajes: los buenos de blanco (ella), los malos de negro (la madre, las competidoras, el director, la bailarina fracasada encarnada por una irreconocible Winona Rayder que parece interpretarse a sí misma); con la puesta en escena; con los reflejos en espejos, cristales, ventanas; en el metro, el camerino, el cuarto de baño...
Una repetición cansina que, como hemos dicho, juega en contra del filme. Un ejercicio maniqueo tan cargante que hiere de muerte un proyecto que tenía algunos ingredientes para llegar a ser verdaderamente bueno.

Los fallos de la cinta no sólo se concentran en la reiteración de una idea sino en el uso de trucos más propios de una mala película de terror.Es cuando Aronofsky emplea el sonido estridente o la aparición repentina de algún personaje para asustar al público como si quisiera insistir en que esto no es un drama sino un thriller. “Ojo, no nos equivoquemos” parece decirnos el, hasta ahora, buen realizador con su falso proceder.

Nos apetece dejar para el final los elementos a destacar en este decepcionante largometraje. Uno tiene que ver con el diseño de producción y la presentación de algunas secuencias (sobre todo las de la conclusión), que harán las delicias de los aficionados al ballet. El otro tiene nombre y apellidos: Natalie Portman.

La actriz consigue con su actuación salvar lo que podía haber sido una debacle. No es la primera vez que alabamos la profesionalidad y el buen hacer de esta joven artista, y seguiremos haciéndolo si sigue con este nivel. Es cierto que Aronofsky cuida mucho a su protagonista con una acción que siempre transcurre desde su punto de vista. Así, su interpretación se ve beneficiada por los sucesivos primeros planos con los que se recrea el director y por el seguimiento de una cámara casi subjetiva; sin embargo, creemos que el mérito de tan buen registro se debe, en un ochenta por cien, a la que ya ha pasado de ser una joven promesa a consolidarse como toda una estrella.


Ver Ficha de Cisne Negro.






jueves, 17 de febrero de 2011

CINE EN DVD: LA MUÑECA (Die Puppe de Ernst Lubtisch, 1919)

Hace un par de meses la distribuidora 39 Escalones lanzaba al mercado Un Ladrón en la Alcoba; la excelente comedia de Ernst Lubitsch donde su refinado “toque” brilla con todo su esplendor. Habíamos decidido escribir sobre este conocido largometraje, pero cotilleando los extras que publicita la compañía hemos descubierto algo por lo que sentimos debilidad: el DVD contiene otra cinta del gran director berlinés. Se trata del cuento La Muñeca (Die Puppe, 1919), un mediometraje de su etapa muda.



El extra es una simpática producción basada en el relato de E.T.A. Hoffmann y, en esta ocasión, tiene casi tanto interés como la película principal. Es una pequeña joya donde el espectador podrá observar la frescura y el ingenio de Lubitsch en esa fase tan temprana del cinematógrafo.

Die Puppe narra la historia de Lancelot (Hermann Thimig), un joven al que obligan a casarse en contra de su voluntad. Después de una persecución que nos recuerda la que sufrirá Buster Keaton en sus Siete Ocasiones (Seven Chances, 1925), donde una multitud de novias le acosan sin cesar, el joven se refugia en un monasterio.
Allí, los obesos monjes están arruinados y ven al muchacho como su salvación cuando se enteran de la dote millonaria que le(s) espera si se casa. Los religiosos sólo viven para celebrar copiosos almuerzos y deciden proponerle al joven que se haga con los servicios de una muñeca mecánica para convertirla en su esposa y así poder cobrar la fortuna. Lubitsch no se detiene ante nada en esta comedia: ataca a la iglesia e introduce las fantasías sexuales cuando utiliza a la muñeca —“tan buena para los solteros y los viudos, como para los misóginos”— como posible sustituta de la mujer.


Pero ni siquiera las féminas mecánicas le dejan en paz al tímido joven. El fabricante le enseña a Lancelot todo el “muestrario”, pero se lo enseña a la vez y lo que consigue es que las muñecas vuelvan a atosigarle de nuevo. Es una escena delirante en la que Lubitsch emplea una graciosa —por simple— coreografía en una especie de salón sin muebles con juguetes esparcidos por el suelo.

La trama se enreda cuando el aprendiz del fabricante de androides rompe por descuido el robot que ha elegido el protagonista. El repelente chaval habla con el público para desahogarse de los malos tratos sufridos; y se nos antoja que Lubitsch hace un autorretrato cuando miramos su biografía y descubrimos que de pequeño fue ayudante de su tío, un sastre judío. Para evitar ser castigado, el niño propone a la modelo (Ossi Oswalda), en la que se ha basado su jefe para construir las muñecas, que suplante al robot.

A partir de aquí las situaciones cómicas son más previsibles, pero Lubitsch sigue con sus atrevidas insinuaciones sexuales cuando la falsa muñeca sale del desván y se dirige al dormitorio de su dueño. Mientras éste se cree que han sido los monjes quienes le dan permiso para que se acueste con la muñeca, la película pasa definitivamente la frontera de cinta para todos los públicos a filme de adultos.

Sólo ver el arranque de este cuento da una idea de la imaginación de Lubitsch: el propio director construye la casa de muñecas y el decorado naíf con sus manos. Será una maqueta del que luego veamos a tamaño natural, donde la luna y el sol son dibujos parecidos a los de Georges Melies; los bosques son de papel y los caballos de mentira. Algo que nos recuerda a lo que hará muchos años después Eric Rohmer en su excelente Perceval le Gallois (1978).


Todos los amantes del cine conocemos la espléndida filmografía de Ernst Lubitsch en su etapa estadounidense, pero olvidamos que cuando llegó a América ya era uno de los mejores directores de cine, con una importantísima carrera a sus espaldas. Y, prácticamente, ya tenía depurado su famoso estilo cinematográfico. Un estilo que fue adquiriendo con trabajos como Die Puppe.


Ver Ficha de La Muñeca.

lunes, 7 de febrero de 2011

EL DISCURSO DEL REY (The King's Speech de Tom Hooper, 2010)

El cine, como la televisión y la literatura —aunque en un libro las imágenes las tengamos que poner nosotros— tienen la capacidad de acercar al pueblo las vidas y secretos de quienes les gobiernan o les gobernaron. De los pertenecientes a clases sociales tan altas como la realeza, tan distantes que sus vidas se nos antojan de otra galaxia como si realmente existiera un Olimpo; tan lejanos nos parecen. Y no debería ser así. La última película de Tom Hooper es una de esas cintas que intentan desmitificar a personajes históricos aproximándolos al público.



De hecho, El Discurso del Rey se apoya en una trama donde el futuro rey Jorge VI (Colin Firth) desciende unos peldaños para situarse al nivel de los mortales. Se rebaja hasta el punto de pedir ayuda a un plebeyo (Geoffrey Rush), sin título nobiliario ni académico, con la intención de que pueda corregir su tartamudez. Hooper presenta la historia desde dos ambientes muy diferentes, aunque siempre con el punto de vista del duque de York, futuro rey: desde el entorno real, con la sucesión al trono y la inminente guerra como principales conflictos; y desde el espacio cerrado de la vivienda del curandero especializado en el habla. Si relacionamos la cinta de Hooper con alguna reciente del mismo corte, como puede ser La Reina (The Queen de Stephen Frears, 2006) —prácticamente una consecuencia de ésta— vemos que el filme de Frears se limita al primer nivel, mientras que el de Hooper es más intimista, abunda en los dos entornos y cambia de uno a otro con gran habilidad.

En ambos niveles, los personajes se aproximan y se alejan continuamente. El primero, el histórico, no por ser más conocido es menos interesante: la renuncia al trono del hermano mayor del protagonista. Aquí, los personajes retratados por Hooper distan mucho de lo que teníamos entendido. Nos queda la duda de cuál es la versión correcta: si la que hasta ahora nos han vendido de un amor platónico que provoca la abdicación; o la que nos muestra el joven director londinense de un rey que abandona su responsabilidad en la peor crisis de la historia del Reino Unido, para irse con una especie de buscona que se especializó en un burdel filipino.

Sin embargo, nos atrae más la segunda trama, la central, la que transcurre entre las cuatro paredes de una sala vacía de muebles, pero llena de tensión entre el príncipe y el maestro. Por varias razones: por las expuestas de acercarnos al noble a través de confidencias acerca de su infancia o de su relación con el resto de la familia real; y por el duelo interpretativo de dos actores excepcionales.

Una batalla dialéctica que el realizador presenta con todos los recursos de los que dispone. Desde luego con la actuación de Firth y Rush, ligeramente empañada por la presencia de Helena Bonham Carter, una actriz que parece haber perdido todo lo que tenía de británica en las aventuras góticas de su marido; pero también con la utilización de la técnica. El uso de grandes angulares para expresar la angustia del rey es un logro, aunque nos parece más audaz la sucesión de encuadres hostiles, incluso toscos, que se mantienen en pantalla hasta un momento específico, en el último tercio de la película.


Hasta ese punto de giro, la tirantez entre profesor y alumno viene reflejada, por ejemplo, en la utilización de los planos y contraplanos. Los actores miran al lado contrario al que deberían según el encuadre; el espacio vacío que queda entre el personaje y el final del cuadro no da continuidad al siguiente contraplano. Creemos que no es una torpeza del director sino que está premeditado cuando lo corrige Hooper justo en el momento en que triunfa la amistad entre los dos protagonistas.

La elección del objetivo y de la puesta en escena con fines dramáticos son elementos destacables, pero también la ambientación, el decorado y, en definitiva, el diseño de producción. Algo que no sorprende tanto si acudimos a la experiencia televisiva del director. En ese medio, el realizador parece haberse especializado en biopics, películas históricas y telefilmes de época. El caso es que Tom Hooper, con su tercer largometraje, parece haber alcanzado una madurez propia de alguien que lleva muchos más años en el tajo. Eso sólo puede augurar una brillante carrera. Estaremos atentos.


Ver Ficha de El Discurso del Rey.









miércoles, 2 de febrero de 2011

CINE Y TAPAS: CENA DE MEDIANOCHE (History is made at Night de Frank Borzage, 1937)

Volvemos a nuestra sección culinaria después de tenerla varios meses abandonada —las tapas no las hemos abandonado nunca— con una cinta de nuestro admirado Frank Borzage.



El melodrama de Borzage sugiere que la historia se escribe de noche (podría ser una interpretación del título), pero siempre con la comida como excusa, de ahí el nombre castellano de la película. Una traducción que nos parecería más adecuada si se hubiera expresado en plural. Y es que el filme se estructura a partir de tres cenas, siempre con el mismo menú: Langosta Cardinal y Ensalada Chiffonade, todo regado con un Tampa Rosa del 21.

También los comensales repiten: por un lado el famoso maître parisino Paul (Charles Boyer), por otro la encantadora Irene (Jean Arthur, en su mejor momento), una mujer casada que huye de su celoso marido y de las conspiraciones que intentan impedir el divorcio. Con un arranque más cercano al thriller o al cine negro, Borzage pronto toma las riendas para imponer su famoso tono romántico y retratar con buen criterio la historia de amor que preside la trama.


El director llena la pantalla con primeros planos de Charles Boyer y Jean Arthur, con la música de Alfred Newman arropando a los amantes mientras ellos se besan, se acarician o intercambian confidencias al oído. Borzage consigue imprimir a la acción un ritmo dramático sin caer en lo empalagoso; incluso con secuencias de tensión propias del mejor cine de catástrofes y con toques de humor que evitan recrearse en la tragedia. Todo para navegar por el melodrama con maestría.

La cinta se convierte en un filme personal que recuerda a otras obras de Borzage, como la reseñada Maniquí con la que comparte varios elementos en común: un armador rico, un baile que enamora, una mujer que huye de su marido para refugiarse como modelo; y, sobre todo, una pareja que lucha por su amor.

La cena y el baile hasta la madrugada se repite, como hemos dicho, hasta en tres ocasiones muy separadas en tiempo y lugar: en París, en Nueva York y en mitad del océano. Son citas donde las pulsiones amorosas se desatan por el hecho de recuperar el tiempo perdido y por la sensación de que podrían ser las últimas que celebran la pareja. Y no sólo porque la amenaza del marido se cierna sobre sus cabezas sino por la alta probabilidad de que uno de ellos —o los dos— pierda la vida.

Finalmente, creemos que Cena de Medianoche encaja a la perfección en nuestra apetitosa sección cuando los lugares donde Borzage maneja personajes y situaciones son restaurantes como el “Chateau Bleu” o el “Victor’s”. Allí se sirven los citados menús, pero también veremos como una Bullabesa puede hacer que un local cambie de dueño; como la especialidad de Irene son los huevos a la Kansas; o como el cocinero intimo amigo de Paul es el creador de la famosa salsa César.


Ver Ficha de Cena de Medianoche

Y ahora las tapas:

SOL Y SOMBRA (Calle Castilla, 151, Sevilla)

Hoy nos acercamos al popular barrio de Triana, allí se encuentra la taberna Sol y Sombra, uno de nuestros bares preferidos de siempre. Situado en una antigua casa que data de 1861, el bar ha ido sufriendo diversas ampliaciones hasta la configuración actual con varios establecimientos. Nosotros nos quedamos con el bar original. El de la minúscula barra, el que tiene la pared forrada de pósteres centenarios donde se anuncian corrida de toros; o tapizada con algo más interesante: cientos de cartelitos —no es una exageración— con las tapas que allí se sirven.

Al Sol y Sombra se aconseja llegar pronto y hacerse con una mesita en un bonito rincón taurino ; aunque lo más importante es que tenga buenas vistas a los citados cartelitos. A continuación, lo ideal es pedirse una manzanilla bien fresquita y elegir lo que a uno le apetezca. Cualquier cosa porque todo es de calidad: el solomillo al ajo, los distintos revueltos, las chacinas, la cola de toro, las gambas al ajillo, las cazuelas de la casa, el bacalao al ajillo, las albóndigas de choco…

Seguir con el resto de la carta es una tarea que se nos antoja casi imposible, por eso insistimos en que lo mejor es llegar allí y tener el bendito problema de la elección. Las tapas que finalmente lleguen a la mesa serán de su agrado: por el tamaño, la calidad y el asequible precio. Les aseguramos que su estomago se quedará satisfecho y su cartera no menguará mucho.

Nos vemos en el Sol y Sombra.

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