viernes, 29 de febrero de 2008

LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA (The Masque of The Red Death de Roger Corman, 1964)

Hoy vamos a hablar de uno de los más importantes cineastas que ha dado la historia: Roger Corman. Su destacado papel en la industria del cine no se debe sólo a su prolífica obra como director y productor –obra que aún continua a buen ritmo-, sino a su labor de mecenazgo, de enseñanza y descubrimiento de grandes talentos, tanto de la dirección (Coppola, Scorsese, Bogdanovich, Cameron, etc.) como de la actuación (De Niro, Nicholson). Para recordarle vamos a comentar La Máscara de la Muerte Roja, una de las películas de la etapa más querida por el cinéfilo aficionado a las cintas de terror.



Se trata, posiblemente, de la mejor de las adaptaciones de Corman sobre la obra de Edgar Allan Poe. Realmente son dos historias en una, hábilmente entrelazadas por el guionista Charles Beaumont. La principal, la que lleva el mismo título del largometraje, va a ser comentada en lo que resta de artículo; la secundaria, procede de un relato corto del genial escritor, conocido por "Hop frog", y que, en manos de Corman, recuerda mucho a la excelente La Parada de los Monstruos (Freaks, de Tod Browning, 1932); está basado en un hecho real ocurrido en el siglo XIV, donde un enano se vengaba cruelmente de un noble que había maltratado a su novia, también diminuta.

De The masque of the Red Death se ha dicho que tiene alguna influencia del cine de Ingmar Bergman, sobre todo del Séptimo sello (Det Sjunde Inseglet, 1957); puede ser, pero a mí me sigue pareciendo una de las obras más personales de Roger Corman. Seguramente porque por fin dispuso del suficiente presupuesto para poder contar la historia de la forma que él quería. Eso sí, el director, un ahorrador nato, se aprovechó de los decorados de Becket (de Peter Glenville, 1964) y la rodó completamente en Inglaterra y con actores ingleses. Todo para beneficiarse de las subvenciones del Reino Unido y de unos impuestos sensiblemente más bajos que los estadounidenses. Para darnos cuenta del cuidado “exquisito” que puso Corman en su realización, no hay nada más que comparar su tiempo de rodaje (cinco semanas) con el de anteriores producciones, donde le bastaban quince días para filmar todos los planos a una media de... ¡más de setenta al día!

La acción principal de La Máscara de la Muerte Roja se desarrollaba en el castillo del Príncipe Próspero, encarnado por Vincent Price -actor fetiche de Corman-, un siniestro señor feudal que tenía un pacto con el diablo y celebraba todo tipo de orgías. Algunas de ellas muy bien llevadas desde la parte técnica gracias a la excelente fotografía en color de Nicolas Roeg, futuro director de películas tan prestigiosas como Más allá de... (Walkabout, 1971). Destaca la secuencia ya famosa en la que Hazel Court cruza poseída por el demonio las habitaciones del castillo, cada una de un color distinto; algo que haría más tarde, en otro tipo de filme, Peter Greenaway con su El Cocinero, el Ladrón, su Mujer y el Amante (The Cook, the Thief, his Wife and her Lover, 1989).
La cinta de Corman arranca con el perverso Price secuestrando a una familia de campesinos con la intención de poseer a la hija (Jane Asher) y de paso disfrutar viendo como su padre y su novio se pelean entre ellos. Todo cambia cuando la muerte roja -una horrible enfermedad- se extiende por la región. Para evitar contagiarse, el Príncipe y los nobles se refugian en el castillo donde se disponen a celebrar un baile de disfraces mientras que la plebe es masacrada por la epidemia. La trama vuelve a dar un giro brusco cuando el novio se escapa del castillo y vuelve a entrar para rescatar a su amada. Simultáneamente un extraño, con una máscara encarnada, se presenta en la fiesta y comienza a sembrar el pánico.

El largometraje adquiere la categoría de obra importante gracias a que Roger Corman cuenta la historia de una forma alegórica. Así, “La Muerte Roja” no es otra cosa que la peste, a la que el director ha querido darle forma humana creando al inquietante personaje del antifaz; precisamente aparece en escena cuando el novio –ya contagiado por la enfermedad- vuelve al castillo y propaga la epidemia. A partir de aquí viene lo mejor: Corman resuelve las dos tramas, primero la de los enanos para que la tensión aumente; después la de la máscara, en una brillante, larga y delirante secuencia final.

Como se ha comentado, Roger Corman aún sigue apareciendo en los créditos de muchos filmes. Casi siempre como productor. Me imagino que por sus manos habrán pasado todo tipo de guiones y habrá conocido a multitud de personas influyentes y sus anécdotas se contarán por miles. Veamos una de ellas sucedida mientras se filmaba La Mascara de la Muerte Roja: un día, Jane Asher trajo al rodaje a un músico amigo suyo que esa noche tenía un concierto; al finalizar la dura jornada ambos comieron con el director. Al día siguiente, leyendo el periódico, Roger Corman se enteró de que el concierto fue un éxito al ver el nombre del cantante –nombre que nunca había oído antes de que Jane se lo presentara-, se trataba de un tal Paul McCartney integrante de una banda que se hacían llamar “Los Beatles”.


miércoles, 27 de febrero de 2008

UNA VIDA MARCADA (Cry of The City de Robert Siodmak, 1948)

Hay ciudades con vida propia. Hay ciudades alegres, acogedoras; las hay que invitan al paseo o a la diversión. Son metrópolis que tienen sus buenos y malos momentos; como las personas. Algunas hasta lloran. Hubo un director, allá por los años cuarenta, que supo captar esa fase depresiva en una gran urbe como Nueva York. Fue Robert Siodmak. Lo hizo cuando rodaba Cry of the City (El llanto de la ciudad), aquí se tituló: Una Vida Marcada.

El largometraje pertenece a la serie negra y se basa en la novela de Henry Edward Helseth, “The Chair for Martin Rome”. El personaje central es Marty (Richard Conte), un gangster que acaba de matar a un policía y se recupera de sus heridas en un hospital de la penitenciaría. Aprovechando la coyuntura –Marty tiene una entrada, en primera fila, para su propia ejecución en la silla eléctrica- el abogado de otro criminal pretende endosarle un asesinato que no cometió. Asesinato que, a la sazón, investiga el teniente Candella (Victor Mature) y en el que, para más desgracias, puede verse involucrada la novia de Marty. Todo esto da pie a que arranque la cinta cuando Marty, resuelto a solucionar sus problemas, escapa de la cárcel.

Ese es el confuso argumento -típico del género-, que propone el excelente guión de Richard Murphy (con el reputado Ben Hetch a la sombra) y que resuelve con maestría Robert Siodmak. Y lo hace desde el principio: una música envolvente de Alfred Newman acompaña a personajes desconocidos, que sufren por la pérdida de un ser querido o que lloran por las heridas de otro que se encuentra al borde de la muerte. Ese llanto acompaña los créditos y sirve para enmarcar de poesía al filme.

La puesta en escena, en apariencia muy simple, es lo suficientemente compleja para estar horas hablando de ella: cuando alguien amenaza a otro, Siodmak superpone a los actores y la puesta en escena vertical predomina sobre la horizontal. Cuando algo se negocia, los mismos personajes vuelven a su punto de partida, y gana lo horizontal sobre lo vertical. Si el realizador quiere reflejar la angustia de los protagonistas, utiliza una cámara lo suficientemente baja, a lo Orson Welles, para que los techos de las habitaciones se encuentren siempre presentes y consiga, de esta forma, el efecto deseado de presión sobre los actores. En el exterior hace lo contrario. Con picados, en planos muy generales, presenta a los personajes, siempre de noche, insignificantes, transitando por las húmedas calles; soportando el peso de la ciudad –y el punto de vista del espectador- sobre sus nada limpias conciencias.



En Cry of the City, no podía faltar el mensaje socialmente correcto; peaje obligado al código ético imperante en Hollywood: dos muchachos que provienen de los barrios bajos, y en igualdad de oportunidades, eligen caminos distintos; uno opta por el bien y se convierte en agente de la ley; el otro se tuerce hacia el lado equivocado, y así le va... Sin embargo, Siodmak -y sus guionistas- sortean el tratamiento moralizante del filme y nos sorprenden con una atractiva ambigüedad. Y es que los dos protagonistas (Marty/Conte y Candella/Mature) no son tan distintos. Y no porque el ladrón y el policía pertenezcan al Lower East Side de Nueva York, si no porque ambos manipulan a los mismos personajes para conseguir sus propósitos: a la madre, al hermano pequeño y a la novia de Marty.

No creo que sea casual la elección de Victor Mature para encarnar al teniente Candella –cuando es un actor que le va como anillo al dedo situarse al otro lado de la ley-, Robert Siodmak lo utiliza como agente de policía y así consigue subrayar más la ambigüedad del personaje. Mención aparte merece la actuación de Richard Conte. No estaría de más que los actores de las nuevas generaciones, tan dados al histrionismo y al “método”, tuvieran esta película en mente siempre que se enfrentaran a un personaje con cierta dificultad. Y es que Richard Conte está sencillamente magnífico. Siempre me ha parecido uno de los mejores de su época. Contenido en su actuación, ensombrece la de cualquiera; proporciona el realismo que muchas veces falta en los largometrajes de género; enseguida se gana las simpatías del público -y seguimos con la ambigüedad, recordemos que es el “malo”- y da lo mejor de sí cuando lo requieren las secuencias dramáticas.


Una Vida Marcada nos habla de dos personajes que intentan sobrevivir, pero también nos cuenta de pasada como los abogados son casi peores que los delincuentes; como los médicos quieren ver primero el dinero, antes que la herida; como giran los sillones vacíos, aún calientes, mientras agoniza en el suelo su último ocupante. Nos habla de todo eso, pero también de la gente que sufre: esos desconocidos del arranque que se solidarizan con la ciudad, que la acompañan en el llanto. Los que, como ella, derraman lagrimas; lágrimas de color negro.

Ver Ficha de Una Vida Marcada

martes, 26 de febrero de 2008

DODGE, CIUDAD SIN LEY (Dodge City de Michael Curtiz, 1939)

En 1939, Michael Curtiz realizó, para la Warner, Dodge City, una película donde Wade Hatton (Errol Flynn) "limpiaba" la ciudad del título. El personaje se presentaba en la pradera como una especie de Búfalo Bill contratado por el ferrocarril. No había ninguna duda de que era un héroe desde el comienzo. Nada que ver con el tratamiento de los personajes en los western posteriores, los llamados psicológicos. Y es que la película de Curtiz pertenecía a una época que estaba finalizando. Recordemos que ese mismo año se estrenó La Diligencia, de John Ford; la culpable de que el western ya no volviera a ser el mismo.


En efecto, en los años previos, las cintas del Oeste o eran productos de serie B, con héroes más o menos kitsch; o eran filmes que podrían incluirse dentro del género de aventuras. Títulos como Arizona, de George Marshall, tuvieron su importancia y fueron muy aclamados. A esas mismas producciones, con mayor presupuesto, se les podía dar un empaque más épico. Así, Unión Pacífico, de Cecil B. De Mille, narraba la lucha de dos compañías de ferrocarril para hacerse con un territorio hostil. En ese mismo sentido, en Dodge City, Curtiz nos introduce ligeramente en el cambio que supuso para Estados Unidos la aparición del tren en las tierras que quedaban por colonizar. En el arranque, la secuencia donde una diligencia y una locomotora compiten en una carrera espontánea -con victoria para la segunda- es una lección ejemplar de cómo el progreso es inevitable, y da pie para iniciar la historia de la creación de una ciudad, cuyo nombre proviene del Coronel Dodge, dirigente del propio ferrocarril.

Hasta aquí todo lo analizable desde el punto de vista histórico. El resto forma parte de un capítulo entrañable para todo cinéfilo. Me refiero a los largometrajes que protagonizaron Errol Flynn y Olivia de Havilland en la década de los treinta y principio de los cuarenta. Casi todos de Michael Curtiz, uno de los directores que mejor aprovecharon las virtudes de Errol Flynn como aventurero ideal. En Dodge, ciudad sin ley se aprecia su forma de rodar, perfecta para este tipo de películas: ritmo endiablado en las escenas de acción; agilidad con la cámara sólo superada con los movimientos de grúa, en aquellos tiempos en los que, gracias a Dios, aún no se había generalizado el uso del Zoom; muy conseguido acompañamiento de la música -a cargo del legendario Max Steiner-; y brillantes escenas rodadas en exteriores con el característico technicolor de la época.



Pero si el director era ejemplar, la pareja Flynn-De Havilland situó el listón tan alto que ninguna posterior ha conseguido igualarla. Casi siempre con la misma subtrama amorosa: Errol y Olivia se conocen, se pelean y se reconcilian a lo largo del metraje. En el filme que nos atañe, las escenas que comparten juntos reflejan lo bien que se compenetraban y lo bien que funcionaba la pareja de cara a la taquilla. A pesar de ello, la actriz no le dio importancia a aquellas películas, que consideraba menores. Prosiguió su carrera, lejos de su colega, y llegó a ser una de las más prestigiosas estrellas de Hollywood. Cuando prácticamente se encontraba retirada se dio cuenta de que aquellas cintas habían sido básicas en la historia del cine. Quiso enmendar su error y pedir perdón a su compañero de aventuras; pero no lo consiguió, Errol Flynn acababa de morir.

Ver Ficha de Dodge, Ciudad sin Ley


domingo, 24 de febrero de 2008

POZOS DE AMBICIÓN (There Will Be Blood de Paul Thomas Anderson, 2007

“Habrá Sangre”, advierte, más que titula, Paul Thomas Anderson en su última película. Es una promesa que nos predispone para asistir a una dura historia sobre ambición y odio a partes iguales. Pozos de Ambición, tal como se la conoce aquí, se basa en la novela “Oil!” de Upton Sinclair, y narra la vida de un implacable empresario, Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis) que se dedica al negocio del petróleo en las primera décadas del siglo XX.



El arranque (más de 10 minutos sin palabras) es una perfecta introducción del drama que vendrá a continuación. El duro trabajo manual del protagonista sirve de “biblia” del personaje, de tal forma que el espectador no se extraña lo más mínimo de su posterior actitud personal ante la vida y ante los hombres. La historia realmente comienza cuando Plainview se dispone a explotar una región cuyos propietarios pertenecen a una especie de secta religiosa, dirigida por un fanático que pronto se enemistará con el empresario.

There Will Be Blood podría situarse al lado de otros largometrajes épicos que tocan el mismo tema: el del ambicioso hombre de negocios que se ha hecho a sí mismo a costa de pasar por encima de los demás. Sin embargo, Paul Thomas Anderson le confiere un aspecto sensiblemente distinto y original; y crea una obra importante, una de las mejores del año. El joven director hace con el sueño americano lo mismo que Clint Eastwood hizo con el Western cuando estrenó Sin Perdón (Unforgiven, 1992), es decir lo convierte en una pesadilla. Para que el lector se haga una idea, es como si Anderson hubiera volcado un cubo de fango, lodo y alquitrán sobre Gigante (Giant de George Stevens, 1956). El resultado es el siguiente: fotografía oscura, escenas apocalípticas y diálogos que recuerdan a los del coronel Kurtz en Apocalypse Now con música que sale del mismísimo infierno.


La impresión desde luego es excelente. Pero hay un fallo que tiene nombre y apellidos: Daniel Day-Lewis. Encarna al personaje central, y no lo hace mal; ese no es el problema. Es un error de cantidad más que de calidad: Plainview requiere histrionismo el cien por cien de las veces, esto provoca que Day-Lewis se sitúe al borde de la sobreactuación más de dos horas y media. Ese es el tiempo que dura una cinta algo cargante. Quizás, si Anderson hubiera alternado el punto de vista con otro personaje, habría oxigenado el filme lo suficiente para darle un respiro al espectador.

Independientemente de las pegas que podamos ponerle a este largometraje hay que reconocer que Paul Thomas Anderson crea una atmósfera única, en un entorno hostil donde viven unos seres que odian y rezan. Y llega Plainview. Un hombre cuya personalidad se refleja en un rostro salpicado de manchas de petróleo; rostro que evoluciona a lo largo del metraje como una peculiar versión del “Retrato de Dorian Grey”. Daniel Plainview ofrece un futuro de progreso y bienestar, pero alimenta en su interior una promesa que se hará realidad. Y pronto correrá la sangre...

Ver Ficha de Pozos de Ambición

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viernes, 22 de febrero de 2008

LLUVIA (Rain de Lewis Milestone, 1932)

A causa de la "lluvia" del título, unos pasajeros quedan atrapados en una isla tropical mientras esperan el barco que los lleve a su destino. Entre ellos se encuentran los dos protagonistas: Sadie Thompson (Joan Crawford), una prostituta que huye de Estados Unidos donde es reclamada por la justicia; y un reverendo muy rígido (Walter Huston), que intentará llevar por el buen camino a Sadie, no sin antes hacer que pague por sus pecados.



Este es el argumento de Rain, remake de Sadie Thompson (de Raoul Walsh, 1928); una especie de lucha entre dos personajes antagónicos, basado en la novela de Somerset Maugham, pero casi más en la posterior adaptación dramática de John Colton, lo que le hace superar ampliamente a la película original. Una curiosidad: es la obra de teatro que van a ver Paul Muni y su banda en Scarface: el terror del Hampa (Scarface de Howard Hawks, 1932).

Con estos antecedentes la cinta, vista hoy, resulta en exceso teatral; eso sí muy interesante debido a varios factores: en primer lugar hay que considerar la excelente labor, al frente del proyecto, del irregular Lewis Milestone que se encontraba en su mejor momento creativo. Si las películas que dirigió en los últimos años veinte y primeros treinta figuran entre las de mayor calidad de su filmografía, se debe en parte gracias a que el código Hays de censura aún no se había implantado en Hollywood. Y es que historias como las de Lluvia difícilmente habrían podido ser contadas para la gran pantalla sólo tres años más tarde.

Independientemente de la trama en sí, casi lo más importante es la forma de narrarla, y aquí es cuando Milestone se saca de la chistera un sorprendente manejo de cámara: en prácticamente un escenario único, se suceden largas y planificadas secuencias donde el objetivo acompaña a la acción; para ello no duda en sortear todo tipo de muebles, y en traspasar puertas y paredes, para conseguir un resultado sencillamente genial.

Pero estos alardes técnicos no eran suficientes para asegurar el éxito; la presencia de Joan Crawford sí. La gran estrella de los años treinta se puede decir que interpreta a dos personajes en uno: la "ligera" Sadie, antes de su fugaz conversión, sobreactuada, ataviada con trajes provocativos y pintada para la ocasión; y la misma joven transformada por el hipócrita cura en una mujer arrepentida, avergonzada y contenida en la interpretación. Paradójicamente la segunda Sadie Thompson es mucho más atractiva que la primera; su rostro brilla permanentemente y la ausencia de maquillaje y su ropa espartana le dan un aire más inalcanzable y por tanto deseable.

Deseable para el público, pero también para el predicador, que se encuentra en un entorno propicio para el pecado: un ambiente de lo más sofocante donde la lluvia cae torrencialmente -sin compasión-, y donde los nativos no paran de bailar como posesos mientras golpean frenéticamente sus tambores. El sacerdote, como un Doctor Frankestein enamorado de su creación, no tarda en sucumbir a los encantos de la “nueva” Sadie. Y entonces sobreviene la tragedia.

La puesta en escena, la habilidad de Lewis Milestone, la interpretación de Huston y Joan Crawford, lo “descarado” de la historia para la época, el tremendo final; todos estos atractivos, y algunos más, podemos disfrutarlos viendo Lluvia. Además podemos hacernos una idea de cuál era el panorama cinematográfico en los años treinta; incluso podríamos ir más lejos y hacer conjeturas de lo que hubiera sido el cine americano de los cuarenta y cincuenta de no haber existido el nefasto código de censura.


Ver Ficha de Lluvia


jueves, 21 de febrero de 2008

L'ETRANGE MONSIEUR VICTOR (de Jean Gremillon, 1938)

Los años treinta en Francia: nace, se desarrolla y prácticamente muere el Realismo Poético; movimiento cinematográfico que, como todo ser vivo, tuvo hasta descendientes (el Cine Negro). No resucitó debido al certificado de defunción de los jóvenes de la “nueva ola”; críticos feroces de toda película que lo recordara. Hoy, con la objetiva perspectiva que proporciona el tiempo, vamos a hablar de L’Etrange Monsieur Victor, filme perteneciente a dicha corriente, decisiva para la posterior evolución del cine, y cuya estética sigue maravillando a los aficionados de todas las edades.



Se trata de la mejor creación de Jean Grémillon; excelente poema con imágenes que se desarrollaba en Toulon. Allí vivía el señor Victor, respetado comerciante y dueño de una especie de bazar, interpretado por el genial Raimu. El brillante resultado se debe, en parte, al guión y a los diálogos de Charles Spaak, reputado escritor con varias obras maestras a sus espaldas: La Gran Ilusión y Los Bajos fondos de Jean Renoir o La Kermesse Heroica y El Gran Juego de Jacques Feyder.

Pero vayamos a la película para comprobar que contiene todos los elementos que caracterizaron al Realismo Poético. En primer lugar, el realizador sitúa la trama en un entorno real: el arranque nos presenta la ciudad de Toulon a modo de documental, lo que le da mayor credibilidad; más adelante Fritz Lang realizaría el mismo comienzo en la interesante Encuentros en la Noche (Clash by night, 1952), con planos rodados del puerto pesquero de San Javier, California.

La introducción, sin sobresaltos, es perfecta y el espectador se ve transportado a un mundo cada vez más estilizado a medida que va descubriendo la doble vida del señor Victor: de día es un empresario muy agradable con los clientes y hasta generoso con los niños, a los que regala chucherías y juguetes, además es amigo intimo del comisario de policía; pero de noche es un delincuente que trata con ladrones y trafica con objetos robados, y no duda en asesinar y cargar a otro con las culpas.


La dicotomía que vive Raimu se traslada a las calles de Toulon. Por la mañana, Grémillon nos las presenta llenas de vida y alegría, muy al estilo costumbrista de esos años; pero cuando ya no brilla el sol y se vuelven oscuras, sirven de cobijo a fugitivos de la ley y propician crímenes de todo tipo -el lector comprenderá su parentesco con cualquier film noir-.

El pavimento húmedo, brillando a la luz de las farolas; los diálogos pesimistas de Pierre Blanchar (el inocente que sufre el acoso de la ley); la cierta carga de humor, que provoca una sonrisa amarga; esa especie de romanticismo que impregna toda la cinta; cada uno de los personajes que merodean alrededor del bazar; todo ello conforma un largometraje cargado de melancolía.

Hoy no nos imaginamos a otro actor distinto a Raimu para dar vida al personaje principal. Raimu nace, curiosamente, en Toulon y su prestigio venía asociado a la famosa trilogía escrita y, en parte dirigida, por Marcel Pagnol: Marius (1931), Fanny(1932) y Cesar(1936). Jean Renoir dijo de Raimu que era “probablemente el mayor actor francés del siglo”; Orson Welles le calificó como el más grande que jamás haya vivido.


lunes, 18 de febrero de 2008

TE QUERRÉ SIEMPRE (Viaggio in Italia de Roberto Rossellini, 1954)

Viaggio in Italia, aquí traducida como Te querré siempre, se trata, sin duda alguna, de la mejor de las películas que hizo Rossellini con su mujer, Ingrid Bergman, en uno de los periodos más importantes de su carrera como cineasta. La cinta narra el viaje de un matrimonio inglés a Nápoles, la crisis que ambos experimentan y su resolución final.



Aquí, Rossellini se aleja del Neorrealismo de sus primeras cintas y continúa experimentando, tras Stromboli o Europa 51, con filmes donde los personajes se funden con el entorno, en una original mezcla de ficción y documental. Y es que lo que le interesa al director, es expresar lo que sienten los protagonistas, más que con los diálogos, con las situaciones en las que se ven envueltos.

El viaje que nos propone el realizador, lejos de ser turístico, se convierte en una verdadera marcha hacia el interior. Nadie duda hoy en día que el tema de la incursión de la Bergman en Italia para casarse con su admirado Rossellini se encuentra presente en toda esta etapa. Ella siempre aparece desplazada por el país, por las personas y por el idioma. Así, en Stromboli, se perdía en un paisaje desierto y amenazante de lava y desolación porque su propia vida no ofrecía esperanza, sólo desasosiego.


En la película que nos atañe, el matrimonio encarnado por la propia Bergman y George Sanders se da cuenta de lo vacía que es su vida y de que se han convertido en unos extraños, de la misma forma que es extraña esta tierra para ellos. Las secuencias de la visita al museo clásico son impactantes. Gracias al excelente uso del montaje y a los primeros planos de las esculturas, Rossellini consigue describir el alma sin vida de la protagonista. En el mismo sentido, el paseo por Pompeya del matrimonio, solos entre las ruinas, simboliza a la perfección su estado de ánimo.

Se ha dicho -y yo lo creo- que Viaggio in Italia es la primera película moderna, la que influyó decisivamente en Antonioni o la que abrió el camino a los jóvenes de la Nouvelle Vague. Para mí el mérito de está obra maestra reside en que sigue siendo una referencia para los jóvenes cineastas. Pensemos, por ejemplo, en Sofía Coppola y su aclamada Lost in traslation: no cabe duda de que bebe directamente de las fuentes rossellinianas.

En definitiva Te querré siempre es una película imprescindible para conocer como ha evolucionado el cine y para descubrir al Rossellini más innovador; al Rossellini inmortal cuya obra seguiremos admirando.
Ver Ficha de Te Querré Siempre

jueves, 14 de febrero de 2008

EXPIACIÓN: MÁS ALLÁ DE LA PASIÓN (Atonement de Joe Wright, 2007)

“Sólo hay una forma de hacer las cosas, y es: bien”. Esta sentencia, tan “aguda”, la pronunciaba un profesor que tuve en mi época de estudiante; y se quedaba tan “ancho”. Pero no le faltaba razón. Y es que estamos cansados de presenciar en la gran pantalla películas que fallan por todos los lados, aunque vengan precedidas por grandes premios o sean firmes candidatas a ellos. Por eso nos alegramos cuando algún director hace las cosas como es debido. Joe Wright es uno de ellos.



Atonement es una muy cuidada adaptación de la novela de Ian McEwan que trata de las relaciones imposibles entre una joven adinerada (Cecilia) y el hijo de su ama de llaves (Robbie). La historia se inicia en la Inglaterra de la mitad de la década de los treinta, en un ambiente prebélico que apenas perturba -como en las mejores cintas de James Ivory- la apacible vida de una aristocrática familia británica. Y es que son los propios personajes los que inician el drama: algunas casualidades, malas interpretaciones y actos perversos provocarán la tragedia, y se adelantarán así a la inevitable Guerra Mundial.

Para contar con imágenes –y sonidos- una trama como la de Expiación..., en la que distintos protagonistas configuran la acción, Joe Wright toma -con buen criterio- una serie de decisiones. En primer lugar, elige uno de los personajes como eje de la historia: Brioni Tallis; la niña de trece años que distorsiona la realidad para acomodarla a sus fantasías. Cada vez que Brioni (excelente Saoirse Ronan, con esos ojos que traspasan la pantalla) se deja llevar por su imaginación, el ruido del teclear de su máquina de escribir acompaña a unas largas y planificadas secuencias.


La trama tiene una estructura de lo más original. La no-linealidad de la acción está justificada por los distintos puntos de vista. Otros directores deberían aprender a utilizar los flash-back o los flash-forward como hace Wright, es decir al servicio de la película y no de sí mismos. Con el mismo criterio –estamos haciendo cine- hace uso del plano secuencia para sintetizar la narración y aportar el realismo que las escenas necesitan. Así es como presenta la traumática retirada de Dunkerque o las oleadas de heridos que inundan los hospitales de campaña. Pero lo hace con un toque personal que aporta mucho mérito a su trabajo: es la realidad vista por “sus” personajes; con una carga onírica que se refleja en la coreografía de los planos –que ya la quisieran para sí algunos musicales- y en la dura fotografía.



Por si eso fuera poco, el señor Wright –que aumenta su prestigio con cada película que hace- se permite el lujo de insertar convenientes metáforas y simbolismos: un picado sobre Brioni, que deja ver una piara de cerdos al otro lado de una valla, refleja el malestar interno de la joven; un escena de un desesperado Robbie, en Dunkerke, contrasta con un primer plano que se proyecta a su espalda (corresponde a una secuencia mítica del Realismo Poético: El Muelle de las Brumas, Quai des Brumes de Marcel Carne, 1938). Allí, Jean Gabin era un desertor de la Primera Guerra que quería compartir su vida con Michele Morgan; aquí, Robbie ansía por dejar el frente y volver con Cecilia.

Expiación: Más allá de la Pasión puede convertirse en una obra legendaria (el tiempo tiene la palabra); a día de hoy podemos decir que sobresale por encima de sus contemporáneas gracias al correcto tratamiento cinematográfico de Joe Wright. Y es que sólo hay una forma de hacer las cosas...



miércoles, 13 de febrero de 2008

SOLA EN LA OSCURIDAD (Wait Until Dark de Terence Young, 1967)

¿Hay algo que le inquiete más al espectador que ver a Audrey Hepburn en peligro? ¿Y si encima es ciega? Estas preguntas seguro que se las hizo Mel Ferrer, productor y marido de la “Mujer Gacela”, a mediados de los sesenta cuando se embarcó en este proyecto.



Wait Until Dark es la adaptación de la obra de teatro homónima de Frederik Knott, autor de “Crimen perfecto” y otros éxitos policíacos. Se rodó un año después de su estreno en Broadway, y supuso la nominación al oscar para su protagonista. Oscar que, finalmente, se lo llevó la otra Hepburn, Katharine, por Adivina quien viene esta noche (Guess Who's coming to Dinner de Stanley Kramer, 1967).

El equipo técnico, al servicio de Audrey Hepburn, resultó algo irregular. Si bien el director era lo que se llamaba un buen “artesano”(como lo demostró en aquella primera entrega de la serie “James Bond”: El Agente 007 contra el doctor No) y la música de Henry Mancini era muy adecuada, tanto Alan Arkin, como Richard Crenna y el “blando” y televisivo Efrem Zimbalist Jr., chirriaban algo en el resultado final. Sin embargo la actuación de Audrey Hepburn bastó para sacar adelante el proyecto. Eso sí, no evitó la ruptura de su matrimonio, ni su ausencia de los escenarios en casi diez años.

La película, admitiendo que pertenece al género de suspense, tiene elementos del mejor cine de terror. Prácticamente creó una escuela y, cintas como Terror Ciego (Blind Terror/ See no evil de Richard Fleischer, 1971), se hicieron justamente famosas. Mientras aquí, la Hepburn intentaba sobrevivir a los ataques de unos delincuentes que buscan una muñeca (otro elemento presente en las cintas de miedo); en Terror Ciego, Mia Farrow se paseaba, sin saberlo, entre los cadáveres de su familia. Y es que cuando el peligro se presiente, se adivina, se oye, pero no se ve, el miedo se transforma en pánico. Soy de los que opinan que el terror implícito es mucho más impactante que el sangriento, y la habilidad de un director es, precisamente, conseguir transmitir esa inquietud al espectador sólo con sombras o, incluso, con la ausencia total de luz. En la representación teatral de “Sola en la oscuridad” así lo hicieron: en el momento de mayor tensión, apagaron las luces de toda la sala y los espectadores se quedaron completamente a oscuras. Terence Young volvió a repetir para la gran pantalla el mismo experimento. Y le salió bien.


domingo, 10 de febrero de 2008

LA FUERZA DEL DESTINO (Force of Evil de Abraham Polonsky, 1948)

No siempre sucede. Pero a veces nos encontramos con algún actor, actriz o director cuya vida real parece haber sido escrita para la gran pantalla. Es el caso de John Garfield; nacido en un barrio marginal y criado en reformatorios se dedicó a vagabundear por el país, fue boxeador y por fin actor de teatro y cine. La carrera de Garfield fue muy corta pero intensa y uno de sus mejores filmes fue la ópera prima de Abraham Polonsky: La fuerza del destino.



Force of Evil, también conocida en España por El Poder del Mal, se basaba en la novela de Ira Wolfert “Tucker’s People”. Narraba la vida de Joe Morse (John Garfield), un abogado que estaba en la nómina de un gangster. Los “consejos” del letrado iban a permitir que la banda controlara todos los garitos de apuestas de la ciudad después de amañar una especie de lotería primitiva. El problema era que uno de esos pequeños negocios, destinados a la quiebra, era del hermano mayor de Morse, un hombre al borde de un ataque al corazón. Con la inclusión de algún elemento más como la mujer del gangster (Marie Windsor) -una femme fatale que perseguía a Garfield-, la narración en off o la estructura en flash-back, la cinta ingresaba por derecho propio en el club de los largometrajes del género negro.

El cine es un medio de comunicación audiovisual. Pensarán que he descubierto la pólvora, pero tranquilos esta afirmación tan evidente viene a cuento porque no todas las películas –más bien pocas- consiguen un perfecto enlace entre el transmisor –el director- y el receptor –el espectador- gracias al excelente manejo de las palabras y de la imagen. En el filme que nos atañe, Abraham Polonsky lo logra plenamente después de escribir el mismo la adaptación –era un reputado guionista- y de poner en boca de sus personajes sus ideas acerca de la corrupción y del poder que otorga el dinero. Así, en el arranque, consigue crear al protagonista con un par de frases que se oyen en off: “siempre es un día de suerte para el que sigue con vida”, “era el día en que iba a conseguir mi primer millón de dólares; dólares sucios”. Y es que, a veces, una frase vale más que mil palabras. Pero una imagen también. Cuando Joe y su jefe hablan de “negocios” sus figuras aparecen distorsionadas por las sombras gigantescas de ventanas o escaleras, sombras que proyectan los enrejados o barandillas a modo de barrotes de una cárcel imaginaria, confirmando lo ilegal de la operación que se traen entre manos.

Para conseguir la estética correcta y expresar lo que sentía, Polonsky le dio una pista a su director de fotografía –George Barnes, un gran profesional-: le dijo que se fijara en los cuadros que Edward Hopper hizo de la Tercera Avenida de Nueva York; aquellas pinturas reflejaban como nadie la soledad de la gran ciudad. Pero lo que no sabía el realizador es que los excelentes planos generales del final –con un atormentado John Garfield en una ciudad semidesierta, de paredes interminables y puentes amenazantes- traspasaron lo fílmico para adentrarse en la realidad. En efecto, la lucha de Joe Morse contra el sistema que el mismo había creado, se convierte en la soledad del propio John Garfield frente a esa inmensidad urbana que los hombres habían erigido para, paradójicamente, convertirlos en seres insignificantes y sin personalidad propia. Así debía sentirse el actor cuando le confirmaron su inclusión –y la de Polonsky- en la tristemente famosa Lista Negra del HUAC (Comité sobre Actividades Antiamericanas).

Para un actor aquejado de problemas cardíacos, la persecución a que fue sometido y el consiguiente destierro –la falta de trabajo- por no querer delatar a ningún compañero, y por no admitir nunca su pertenencia al partido Comunista, resultaron fatal. Cuatro años después, el 21 de mayo de 1952, en el mejor momento de su carrera, fallecía John Garfield a la edad de 39 años. Sólo nos queda el consuelo de que el senador McCarthy no se saliera totalmente con la suya: miles y miles de seguidores de la estrella acudieron a despedirlo en un entierro multitudinario, el mayor desde la muerte de Rodolfo Valentino.


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sábado, 9 de febrero de 2008

NO ES PAÍS PARA VIEJOS (No Country for Old Men de Joel y Ethan Coen, 2007)

Que por una entrada de cine puedas ver dos películas no tiene que ser siempre necesariamente bueno. Con No Country for Old Men no lo ha sido. La sensación de haber visto dos filmes –uno bueno; el otro no- compite con esa otra de haber presenciado un intento loable, pero fallido, de originalidad.





Y es que la última cinta de los Coen comienza de forma brillante. Arranca como deben arrancar las obras importantes: con imágenes de ese país no apto para las personas –no sólo para las mayores-. Un descubrimiento da pie para que se desarrolle una acción más que correcta. La trama recuerda aquella excelente historia de Sam Raimi: Un Plan Sencillo (A Simple Plan, 1998); allí unos cuervos, tan negros como la cinta, contrastaban sobre la blanca nieve para no presagiar nada bueno. Aquí, la presentación del personaje principal (Bardem); el propio paisaje; la banda sonora, repleta de silencios, sólo rotos por el sonido del viento; o una amenazante nube, un cúmulo nimbo que nos avisa de lo que se avecina; todo ello nos sujeta firmemente a la butaca y nos dice que algo va a suceder; y no va a ser un cuento de hadas.

Y el largometraje se precipita hacia un thriller que roza por momentos el género de terror. La pregunta de si hubiera sido mejor rodarlo en blanco y negro la resuelve el propio Javier Bardem –sin duda lo mejor de la cinta-. El actor español da vida a la propia muerte. Él sí se presenta a lo largo del metraje en blanco y negro: traje oscuro, tez pálida. Y por donde pasa van desapareciendo los colores. Su estela de magnífica podredumbre esperemos le lleve hasta las preciadas estatuillas.



Con Bardem el filme va increscendo; pero con los Coen llega un momento en el que la estructura se rompe en dos. De repente la narración se llena de absurdas elipsis, que lejos de eliminar acciones superfluas, nos esconden secuencias necesarias para continuar con una excelente trama. Aparecen personajes innecesarios (Woody Harrelson) que no aportan nada a la historia; puede que sí al reparto –malditos compromisos comerciales-. Se suceden historias paralelas; viejos recursos del azar; sheriffs desmitificados que cuentan a su vez leyendas country, subrayando una y otra vez el por qué del título. Y todo da la impresión de que se hace al servicio de una valiente apuesta por lo original. Pero eso conlleva sus riesgos: el peligro de caminar por la delgada línea que va entre la genialidad y la torpeza.


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viernes, 8 de febrero de 2008

HOMBRES INTRÉPIDOS (The Long Voyage Home de John Ford, 1940)

John Ford influenciado por el expresionismo, crea una obra maestra. Es en sí pesimista y va claramente en contra de la corriente de la época, de fervor patriótico y propaganda pro-bélica. Es la antítesis de la aventura, es un alegato a la soledad, a la cruda realidad de unos hombres que se gastan la paga de dos años en una noche y que no tienen más remedio que volver a embarcar para subsistir.



El ambiente naval está tan conseguido que hace que nos olvidemos de que se trata de un decorado. Lo mismo ocurre con las tenebrosas calles de Londres, todo gracias a la maestría del director de fotografía Gregg Toland (aparece en los créditos a la misma altura que Ford). Ahora sabemos que sólo tardaría un año en firmar una película llamada Ciudadano Kane junto a un tal Orson Welles.

Pero Ford dispone de otro aliado fundamental para conseguir que esta película pase a la historia, se trata de Dudley Nichols que consigue adaptar las cuatro narraciones cortas del dramaturgo Eugene O'Neill y convertirlas en un guión redondo.

El casting no podía haber resultado mejor. El reparto, prácticamente de secundarios , consigue el propósito de hacer creíble la historia, que descansa, precisamente, en el compañerismo; en como un grupo de personajes se ayudan unos a otros sin que nadie destaque por encima de los demás. Es cierto que la presencia de John Wayne puede contradecir lo anterior, pero hay que pensar que aunque el actor estaba ya en alza después del gran éxito de La Diligencia (Stagecoach de John Ford, 1939), aquí realiza el papel de un marinero sueco -le costó lo suyo hacerse con el acento- que sólo se convierte en el personaje central en la segunda parte del filme.




Y es que la cinta se estructura en dos actos muy diferenciados. El arranque es soberbio: unos minutos sin diálogos donde nos damos cuenta de los sueños de esos marineros encerrados en el barco, de sus angustias y de la nostalgia por su tierra. La pelea a bordo, después de una orgía con las nativas del lugar, no hace más que reflejar la tensión acumulada de estos apátridas. Las sospechas de traiciones, las envidias y los pasados turbios es el equipaje que cargan sobre sus espaldas estos hombres intrépidos. Como queda dicho, la influencia alemana es clara: una vez en tierra las sombras alargadas de los marinos se proyectan sobre el pavimento mojado; y sobre ellos la de los "buitres" que buscan tripulación sin ningún escrúpulo. Y todo toma mal cariz...
Ford nos propone este largo viaje a casa que nunca termina y nosotros nos alegramos de haberlo visto una y otra vez.


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jueves, 7 de febrero de 2008

PERDICIÓN (Double Indemnity de Billy Wilder, 1944)

“Billy Wilder es Dios”, afirmaba Fernando Trueba cuando recogió el oscar por Belle Epoque. Como Trueba, hay infinidad de cinéfilos monoteístas a los que no les falta razón. Aún considerándome pagano y creyendo en la existencia de un Olimpo de grandes directores, reconozco que Wilder se sitúa entre ellos y, además, en un lugar preeminente. Hoy vamos a comentar una de sus obras mayores (para Woody Allen la mejor película realizada jamás), me refiero a Perdición.



Double Indemnity es una excelente muestra del cine negro que se realizaba en los años cuarenta en Hollywood y contiene todos los tópicos del género, aunque quizás sea mejor decir que los inventa. Como indica el propio Wilder, es una película que se ha vuelto a realizar varias veces, con distintos títulos. Cintas como Fuego en el cuerpo o Labios Ardientes, por poner dos de los mejores film noir modernos, no son sino variantes aventajadas de Perdición. Tanto en comics, como en series de televisión, estamos acostumbrados a ver parodias más o menos acertadas del largometraje de Wilder. Las voces en off, la femme fatale, casi siempre una malvada rubia platino (aquí Barbara Stanwyck... ¡con peluca!), la ambigüedad del protagonista (Fred MacMurray, rescatado de la comedia por Wilder) o el ambiente nocturno y las luces y sombras, son elementos que caracterizan a los largometrajes negros. Al revisar Perdición, volveremos a verlos, sólo que debemos hacerlo pensando que allí se utilizaron prácticamente por primera vez, y de una forma magistral. Así la luz que entra por las persianas se vuelve neblina por el humo de los cigarrillos y dibuja intermitentemente la silueta de los personajes que planean un crimen, o se aman a oscuras, o hacen las dos cosas a la vez.


A pesar de la evidente sumisión al cine negro, la película es wilderiana por los cuatro costados. La acidez de los diálogos y la rapidez en que se suceden las conversaciones son un adelanto de, por ejemplo, Un, dos, tres o El apartamento. El guión fue escrito por Wilder en colaboración con Raymond Chandler (experto novelista del género). Se trataba de la adaptación de la novela “ Double Indemnity”, del especialista James M. Cain, autor de obras tan importantes como “El Cartero siempre llama dos veces”. Los diálogos sólo tienen un inconveniente: el de superponerse unos sobre otros. Cuando aún nos estamos maravillando de alguna frase dicha por Fred MacMurray (“nunca imaginé que el asesinato oliera a madreselva”), y sin darnos tiempo a saborear las palabras, se oye otra expresión más ingeniosa aún, del mismo personaje o de cualquier otro. (“¿Se llama Margie? Apuesto a que bebe en botella...” o “Buena luchadora para su peso”, refiriéndose al “tipazo” de una mujer).

Pero no sólo los diálogos son excelentes, la estructura de la cinta y el tratamiento de los personajes son prácticamente perfectos. El arranque, con la confesión por parte de MacMurray de un asesinato, asegura la atención del público que se pregunta como se ha llegado a esa situación. Wilder se encarga de ir aportando datos, en forma de giros de guión, cada vez con mayor tensión hasta la resolución final. Para enriquecer la trama, el realizador utiliza “adornos” efectistas que se repetirán a lo largo del metraje. La insinuante pulsera en el tobillo de Barbara Stanwyck o la incomoda e insistente petición de cerillas por parte de un magnifico Edward G. Robinson, provocan una premeditada complicidad con el espectador.

Según confiesa Wilder, en sus conversaciones con Cameron Crowe, quiso hacer una película realista. Las maquinaciones en un supermercado o la profesión de los personajes principales, vendedores de seguros, iban en la dirección de acercar al público una complicada trama policíaca. Gracias a Dios (ya saben, a Billy Wilder), Perdición no salió como él pensaba. Resultó un largometraje maravillosamente poco realista. Y es que no creo que nadie piense como Fred MacMurray cuando se oye su voz en off diciendo: “No oía mis propios pasos porque eran los pasos de un hombre muerto”.


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miércoles, 6 de febrero de 2008

YO VIGILO EL CAMINO (I Walk The Line de John Frankenheimer, 1970)

Da la impresión de que lo estaba deseando. John Frankenheimer, uno de los mejores cineastas de la llamada "generación de la televisión", parece que estaba esperando el momento propicio para darle una sonora bofetada a la sociedad americana de finales de los sesenta. Y es que su trayectoria hasta el estreno de I Walk the Line iba en esa dirección. Desde criticas directas a la guerra fría hasta películas de ficción, donde se ponían en entredicho las buenas intenciones de los políticos, Frankenheimer iba allanando el camino para poder presentar esta, su mejor cinta para muchos.



El largometraje desmonta, en casi noventa minutos, muchos de los iconos sagrados del cine estadounidense; no se libran ni el final feliz ni el héroe inmaculado en una película cuyos personajes -todos ellos- carecen de la más mínima moralidad. Y lo hace desde el principio cuando presenta en pantalla a su propio público: los habitantes de la América profunda. Sus rostros inexpresivos acompañan a los créditos (al principio y al final) y se convierten en testigos de excepción de la historia que se narra; pero también forman parte de la particular denuncia del director hacia el resto de los espectadores. Dichos planos recuerdan mucho a los que posteriormente utilizó John Boorman en otra cinta legendaria: Deliverance (1972).

A primera vista, Yo Vigilo el Camino podría pertenecer al western. Y no sólo por la figura del protagonista: un sheriff de un pequeño pueblo de Tennesse (Gregory Peck); si no por la excelente banda sonora (compuesta por Johnny Cash) que acompaña la trama. Las canciones del "Rey del country" conducen a la perfección la estructura lineal de la película. Frankenheimer utiliza con eficacia la misma técnica que Fritz Lang en Encubridora (Rancho Notorious, 1952) o King Vidor en La Pradera sin Ley (Man Without Star, 1955).

Pero no nos engañemos, estamos ante una película que rezuma cine negro por los cuatro costados. Y es que la honestidad del sheriff dura minutos. Los que tarda Gregory Peck en ver a Tuesday Weld. Frankenheimer, en ese preciso momento, coloca al protagonista en medio de una crisis provocada por una mujer mucho más joven que él, casi una adolescente; una "Lolita" que le situará al otro lado de la ley (de ahí lo de "walk the line"). Si tengo que ser sincero no le culpo al sheriff en absoluto. Tuesday Weld está absolutamente deliciosa: con un rostro permanentemente iluminado y con una sonrisa de lo más sensual, pocos se resistirían a sus encantos.


La elección de Gregory Peck como representante de la ley, que cae en el deshonor y la humillación, es acertadísima. Nadie del público, en aquellos momentos, podría imaginarse al galán en tan insultante situación. Lo cierto es que el director siempre le advierte de lo inadecuado de la relación cuando repite de forma recurrente –el que avisa no es traidor- planos y contraplanos de distintos niveles; generalmente alternando contrapicados para Peck con picados para Weld, para subrayar la pertenencia de ambos a distintos mundos.

La propuesta de Frankenheimer se adecua perfectamente al delicado momento por el que pasaba EEUU. La figura desmitificada del, hasta ahora, intachable Gregory Peck, puede simbolizar la falta de credibilidad que tenía la administración estadounidense en 1970, con una guerra de Vietnam que nadie quería. De hecho -y hay que estar atentos para verlo- el realizador inserta, a modo de farsa, y casi de forma subliminal, propaganda del ejercito americano.

Yo Vigilo el Camino hay que verla con los ojos de los espectadores americanos de comienzos de la década de los setenta. Para ellos la concibió John Frankenheimer. Y para los dirigentes también.


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lunes, 4 de febrero de 2008

MANUAL DE AMOR (Manuale d'amore de Giovanni Veronesi, 2005)

No hay nada mejor para combatir un lunes depresivo que hacerse con el DVD de Manuale d’Amore, la divertida película de Giovanni Veronesi. La cinta, en apariencia, es una comedia sin muchas pretensiones acerca del amor y de todo, o casi todo, lo que le rodea. Aunque su principal objetivo es entretener existe un trasfondo muy interesante de homenaje al género que vamos a tratar de analizar.



Lo primero es destacar su estructura narrativa en forma de cuatro capítulos levemente entrelazados. Es uno de los muchos guiños a los largometrajes italianos de los años sesenta donde era muy normal que varios directores se unieran para realizar películas episódicas. Aquí, cada uno de los “cortos” relata alguna de las fases por las que puede transcurrir toda historia de amor. Aunque la cinta está dirigida por el mismo cineasta –que además es el guionista- el tono va cambiando hábilmente conforme se adentra en cada mini-trama. Así, en el primer episodio, Veronesi utiliza un tratamiento de guión que podemos calificar de moderno; con un humor judío, muy del estilo de las películas de Woody Allen, para describir el enamoramiento de una joven pareja. Las situaciones por las que pasan los protagonistas –y su amigo Dante, casi lo mejor de esta primera historia- hacen que aparezcan las primeras sonrisas.

En el segundo capítulo, “La Crisis”, se produce un giro en todo los sentidos: en el guión, al mostrarnos una pareja madura en pleno conflicto; y en la forma de afrontar la comedia, al más puro estilo screw-ball comedy de los años treinta y cuarenta, es decir con diálogos rápidos y punzantes. A estas alturas aparecen ya las carcajadas para no cesar hasta el final del filme.



Gran parte de la culpa la tienen Sergio Rubini y Margherita Buy. “A veces me das miedo cuando te pones a decir esas cosas” le dice Rubini a su mujer –han estado casados en la vida real- cuando ella le propone una especie de ritual de lo más hortera, con velas y ante todo el mundo, para intentar salvar su matrimonio.

En el tercer episodio, una mujer, policía de tráfico, ve como su marido le es infiel y se dispone a vengarse de él y, de paso, de todo el género masculino. Es la historia más cercana a la “Comedia a la italiana”. El homenaje a directores como Mario Monicelli, Luigi Comencini o Dino Risi es evidente. Incluso la protagonista, Luciana Littizzetto, nos recuerda mucho en su forma de actuar a las maggiorate más famosas como Gina Lollobrigida, Silvana Mangano o Sophía Loren. Aquí se suceden los gestos, los gritos y las amenazas, todo al más puro estilo del neorrealismo rosado.

“El abandono” es el título de la última historia, donde un médico (Carlo Verdone), después de haberle dejado su mujer, intenta rehacer su vida. Giovanni Veronesi utiliza todas sus “armas” para echar el resto en este último capítulo y mezcla, con buen criterio, todo lo anterior además de buenas dosis de slapstick en el momento oportuno –la secuencia donde Verdone se escapa por una ventana es digna del mejor cine de Buster Keaton-; pero también recurre a la tragicomedia del mejor Fellini en sus comienzos, así el final bien podría haberlo firmado el genial director ya fallecido.

El amor debe ser, seguramente, el tema más tratado por el cine y por cualquier arte. Veronesi se sirve de él para hacernos pasar un rato divertidísimo. Con este Manual de Amor consigue que durante dos horas nos olvidemos de todos nuestros problemas, entre ellos el tener que soportar este maldito lunes.


Ver Ficha de Manual de Amor.
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