lunes, 22 de diciembre de 2014

¡FELIZ NAVIDAD!



No hace falta decir que ya es costumbre en este espacio felicitar las Navidades, y desear con buen cine unas estupendas vacaciones. Saben nuestros amigos que siempre elegimos un fragmento de la mejor película jamás filmada. En esta ocasión se trata de un par de secuencias premonitorias:

En la primera, Ethan y Martin hacen un alto en su camino de búsqueda incansable, para estar con la familia. Un anticipo del final, que Ford rueda casi igual. Algo que es recurrente en estos días donde las personas interrumpen su rutina diaría para reunirse con sus seres queridos: hermanos con padres y padres con hijos.

En la segunda parte, Vera Miles y Jeffrey Hunter son el centro de atracción de Ford, es una escena simpática que sirve para unir a los dos jóvenes, que también es un anticipo del final donde ambos formarán una familia, donde compartirán una vida en común. Ford no recurre a una puesta en escena romántica, por ejemplo con la pareja besándose, sino a una situación cotidiana: ropa sucia, un baño, un juego, una broma etc. algo que dice mucho más de esa pareja que se ama, que pronto serán marido y mujer.

Lo dicho: desearos que paséis unas muy felices fiestas rodeados de las personas que más queréis.
Disfrutad y ver buen cine. Hasta la vuelta.


lunes, 15 de diciembre de 2014

RELATOS SALVAJES (Damián Szifrón, 2014)

Se dice que entre el amor y el odio hay un margen muy estrecho; de igual forma, entre la tragedia y el humor, entre los filmes de terror y los cómicos, tan sólo existe una delgada frontera. Es un límite casi permeable en el que un uso excesivo de los elementos que configuran las cintas de un género provoca el traspaso de uno al otro extremo. Es lo que ocurre con el largometraje del que vamos a hablar hoy.



Cuántas veces habremos visto películas de miedo que nos producían una risa nerviosa o, directamente, una carcajada; bien por lo mal realizadas que estaban o por la saturación antes mencionada. Damián Szifrón ha utilizado en su provecho esta última circunstancia para fabricar una cinta donde el miedo y la risa se confunden de forma muy estudiada. Todo para entretener a un público que vive en un mundo tragicómico en el que da la impresión de que el humor es lo único que nos puede permitir seguir adelante.

Relatos Salvajes es un largometraje que nos recuerda los filmes por episodios que se hacían en la Italia de los sesenta y setenta. Películas de Monicelli, Risi, Fellini, etc., que denunciaban la realidad del desarrollismo implacable de esos años con el retrato a su vez irreal, si se quiere la caricatura grotesca, de unos personajes que caminaban a lo largo de la frontera antes aludida entre el drama y el humor. Szifrón le ha dado una vuelta de tuerca a esa fórmula europea (los argentinos son tan primos hermanos de los italianos como de los españoles) para denunciar el mundo presente, el de la intolerancia y el egoísmo, con las mismas armas que entonces, pero adaptadas al cine actual.

Una colección de episodios, la de la cinta de Szifrón, que si bien es algo desigual, funciona como un todo gracias al elemento común del adecuado adjetivo “salvaje”: los protagonistas de cada segmento, en algún momento del relato, explotan de tal manera que sale a relucir su lado violento para desencadenar una serie de acontecimientos que desembocarán en un final del todo sorpresivo.




La colocación de la cámara en lugares imposibles, y el barroquismo de algunas tomas son otros puntos de unión entre todos los capítulos donde sólo en el corto que se desarrolla en un bar notamos la mano de los hermanos Almodóvar, a la sazón productores de Relatos Salvajes, con algún plano que nos remite directamente a las primeras cintas de Pedro.

De todos los segmentos, nos gusta especialmente el episodio del avión con el que arranca la película porque le da el tono correcto a todos los demás; pero nos atrae aún más el que se desarrolla en la carretera, una especie de revisión del Diablo sobre ruedas (Duel de Steven Spielberg, 1971) en clave de humor negro y hasta escatológico, una pequeña obra maestra que es el punto álgido del largometraje. Quizás ese sea el episodio que hubiéramos elegido para colocar al final de la película; el que nos hubiera gustado como fin de fiesta en lugar del segmento de la boda, aunque éste parezca, literalmente, más adecuado.

Relatos Salvajes es, por tanto, un éxito del cine que viene de Sudamérica, pero con acento español en la producción y con reminiscencias europeas en la estructura de la película. A pesar de tan sugerentes referencias, Damián Szifrón consigue algo que hoy en día parece imposible: un estilo diferenciado dentro del nuevo panorama cinematográfico repleto de homenajes, por no decir directamente plagios. Un estilo personal que, sin embargo, permite a la película moverse por el circuito comercial del cine de género. Ese que viene pisando con fuerza en las pantallas de nuestro país y que, ¡sorpresa!, no es precisamente estadounidense.




Ver Ficha de Relatos salvajes.


lunes, 1 de diciembre de 2014

CINE FÓRUM: LA MASCOTA DEL REGIMIENTO (Wee Willie Winkie de John Ford, 1937)

Nada menos que con John Ford volvemos a nuestra sección más analítica, pero lo hacemos esta vez con una de sus cintas menores, un proyecto de los llamados alimenticios que Ford hizo para la Fox, y en los que generalmente primaban los intereses comerciales para aprovechar el tirón de alguna estrella de moda (en este caso, Shirley Temple).


Se preguntarán por qué hemos elegido esta cinta cuando del mejor director que nunca haya existido hay un buen puñado de obras maestras dignas de estudiar. Lo hemos hecho precisamente por la admiración que profesamos hacía este genio del séptimo arte, y a su capacidad para conseguir hacer suya cualquier trama, por trivial que ésta sea. Así, en las manos de Ford, la historia de La mascota del regimiento, una película convencional de aventuras en la India con niña prodigio incluida, se convierte en una cinta de interés gracias a contar con algunos elementos muy reconocibles dentro de su cine.

El filme se basa en una novela de Rudyard Kipling y se adaptó a la gran pantalla para mayor lucimiento de Shirley Temple (en la historia original era un niño el protagonista): Priscilla (alias “Winkie”) y su madre viajan a la India para reunirse con el abuelo de la pequeña. Llegan en un difícil momento dadas las escaramuzas de los nativos en la región y el mal carácter del abuelo, a la sazón coronel del regimiento. Con estos mimbres, cualquier otro  habría explotado el ñoño conflicto que subyace en la trama entre la pequeña repipi, pero encantadora, y el estirado abuelo, el coronel ordanencista interpretado por C. Aubrey Smith, en su registro de siempre —en el cine patrio hay varios ejemplos, casi todos dentro de la saga de Marisol, véase Un rayo de luz (Luís Lucia, 1960)—. Ford, sin embargo, no va por ese camino (aunque lo roza por exigencias del guión), prefiere darle una mayor importancia a un personaje que en la historia original apenas lo tenía: el sargento MacDuff (Victor McLaglen).  Gracias a este giro de la historia, Ford puede dar rienda suelta a su particular visión del ejército, al contraste entre las distintas clases dentro de él, y al retrato de un personaje que le encanta, el del rudo soldado con gran corazón.


Con el nuevo enfoque, la relación entre la niña y el suboficial se convierte en el eje de la película. Mientras el sargento se encarga de enseñar a la pequeña la profesión de las armas, el director aprovecha la coyuntura para poner el énfasis en subrayar la camaradería dentro de la tropa y los valores tradicionales del ejército. Como en sus mejores películas, Ford deja espacio para la añoranza por la patria lejana. En este caso cambia la tierra irlandesa por la escocesa, pero la esencia es la misma. La banda sonora de Alfred Newman, con su fondo de gaitas, es la ideal para el propósito del cineasta.

Impecable en las escenas de acción, efectivo en el ritmo de la cinta y en la aventura, Ford se distingue, una vez más, por su capacidad de emocionar al público con las imágenes sin necesidad de muchas palabras. Un par de ejemplos ilustrarán esta cuestión:




La primera de las escenas es la visión que Ford tiene del despertar de este regimiento escocés. Es, prácticamente, una secuencia muda, una serie de gags que en poco menos de dos minutos nos ponen en situación.

El fragmento arranca con el toque de diana y con un travelling que recorre los pies de los soldados encadenados a sus fusiles. La presentación que Ford hace es original a la par que simbólica: los militares no pueden estar más unidos a las armas.

A continuación viene el aseo. El contraste entre unos hombres semidesnudos, con faldas, y su rudo comportamiento a la hora de lavarse y afeitarse, o de exigir a los criados que den el agua, es muy gracioso.

Luego podemos ver el divertido sketch en el que intentan despertar al sargento, primero con la gaita y luego con la trompeta, y que termina con el niño en el agua como si fuera un corto cómico del cine mudo. Precisamente, con la escena del baño involuntario del pequeño corneta, Ford propone otro contraste: el de clases dentro del ejército, lo hace con el ridículo comentario del oficial que pasa en ese momento por el exterior del barracón y ve al niño zambullirse en el tonel.

Pero lo mejor de todo es el final: el sargento, todavía dormido, se baña y se afeita en la especie de abrevadero que son los lavabos ante los incrédulos ojos de sus compañeros. Un acto del todo sorprendente que nos dice mucho acerca de la personalidad de MacDuff.

El sargento, al que da vida Victor McLaglen, es un viejo conocido por los aficionados al cine del realizador. Es el mismo que lidera La patrulla perdida; es también el sargento Mulcahy de Fort Apache, donde por cierto vuelve a compartir cartel con una ya crecidita Shirley Temple; es, asimismo, el sargento Quincannon en sus dos versiones, en la de La legión invencible y en la de Río Grande; y es, en fin, uno de los personajes más entrañables y más usados por John Ford en toda su carrera.




La segunda secuencia ya no tiene nada de graciosa: es la escena del entierro del suboficial y viene a certificar algo que ya sabemos, que Ford es tan bueno en las tomas cómicas como en las dramáticas.

Arranca con una imagen del arriado de la bandera a media asta mientras suenan las gaitas del regimiento en memoria del sargento. Ford utiliza durante toda la secuencia una cámara en contrapicado para resaltar las formaciones, los desfiles, los caballos en fila, pero también para poder ver el cielo. El director no tiene a su querido Monument Valley (que comenzará a utilizar con asiduidad en sus westerns a partir de La Diligencia, dos años más tarde), pero sí se vale de las nubes, de esos cielos que nadie como él ha sabido fotografiar para conseguir el efecto que desea: el de intensificar la emoción con el encuadre de un paisaje épico que resalte aún más la trascendencia del hecho que se está filmando, que lo sublime y lo enmarque.

Ford nos cuenta con sus propias palabras (en la serie de entrevistas que le hizo Peter Bogdanovich) cómo consiguió esta escena, sin duda la más emotiva de la película:

“Un día estaba muy nublado —había llovido—, pero con nubes bonitas, de esas que tienen un poco de luz. Normalmente habríamos cerrado, pero yo llevaba un estupendo cámara, Artie Miller, y dije:
—Tenemos que hacer algo con este tiempo, con estas nubes. Tenemos aquí a todo el mundo; ¡vamos a enterrar a Víctor!
Y Artie dijo:
—Es una idea estupenda. Vamos a abrir un poco el diafragma; nos dará un buen efecto.
Y así hicimos el funeral”

Y así lo hicieron. Con Arthur C. Miller (tres Óscar en su carrera como director de fotografía, entre ellos el de Qué verde era mi valle), pero también con Ford eligiendo esas bellas tomas y editándolas con un montaje paralelo donde Shirley Temple entra en el barracón vacío. Un plano muy adecuado, con una estilizada fotografía crepuscular de tono bajo que representa la soledad de la niña, donde las camas se encuentran tan alineadas como los soldados que rinden honores a la figura del militar caído en combate.


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