miércoles, 15 de febrero de 2012

PUENTES Y SOMBRAS: I-4


Adelante, pasa y siéntate —gritó Roberto cuando divisó a Enrique a través de la puerta acristalada.
Roberto Stefani era un hombre soltero, de 55 años; con el pelo largo y alborotado; barba descuidada, irregular, de color ceniza; y ojos profundos de mirada inquisitiva. Su rostro parecía el negativo de una fotografía en blanco y negro: pelo blanco, cejas y patillas negras. Extravagante en su vestimenta, pero decidido en su comportamiento, siempre llevaba camisas blancas que descansaban por encima de los pantalones; repletas de bolsillos, a su vez repletos de bolígrafos y papeles. Esa mañana, en el bolsillo superior derecho tenía una pequeña mancha de tinta que fue lo primero que atrapó la vista de Enrique al entrar en el despacho.
—Buenos días —saludó Enrique—. ¿Me llamabas? —dijo mientras se sentaba en la silla, al otro lado de la abarrotada mesa de Roberto.
El despacho del jefe era como una isla en el mar agitado de la sala de redacción. A él llegaban las oleadas de redactores, reporteros o fotógrafos que buscaban una decisión, acudían a una llamada o asistían a una reunión. El habitáculo era cercano; no como otras oficinas que solían localizarse en un piso superior en sintonía con la jerarquía. No disponía de antesala, ni de secretaria a modo de barrera humana. Se incrustaba en la sala y compartía lugar de trabajo con el resto del personal. Suficientemente grande, su espacio se repartía en dos áreas: el despacho del jefe, propiamente dicho, y la mesa de reuniones. Con cristales en tres de los cuatro tabiques, desde allí se divisaba prácticamente toda la sala de redacción; aunque eso no le impedía ser casi estanco al ruido exterior. En él se celebraban las reuniones diarias de redactores jefes. Una por la mañana, a eso de las 09:00, donde se esbozaban los asuntos de los que iba a tratar el periódico al día siguiente. A esta reunión asistían Roberto y la coordinadora, Cecilia, con el resto de redactores jefes, Enrique y Jaime, más los reporteros responsables del seguimiento de algún tema candente, si lo hubiera. Otra junta tenía lugar a las 13:00. Aquí se centraba más el tiro, se trataba del cierre de las secciones y se definía la línea editorial del periódico. Finalmente, a las 18:00, se debatía la portada: cuáles serían las noticias que destacarían en ella. A partir de ahí, ya sólo quedaba ir terminando las distintas secciones para cumplir el horario de cierre de la edición que era sobre las 22:00. Esto era la teoría. En la práctica, la mayoría de los días a Roberto, y a los jefes de las secciones implicadas en algún asunto especial, les daban las doce de la noche mientras todavía continuaban trabajando en el periódico.
— Necesito hablar contigo —contestó Roberto—, tenemos que tratar la baja de Cecilia. Como nos retrasemos más va a dar a luz en la sala de redacción.
—Sólo nos faltaba eso. Tú dirás —atajó Enrique, mientras se acomodaba en el asiento.
—Mira, he pensando que deberías ser tú el que te encargaras del área de Cecilia mientras ella esté de baja.
—¿Cómo? —Enrique dio un respingo.
—Que vas a ser el sustituto de Cecilia Ramos —aclaró Roberto.
—Si casi no puedo con lo que tengo. —La cara de Enrique era un poema.
Roberto se levantó del sillón y se situó junto a Enrique que comenzaba a moverse incómodo en su silla, como si tuviera algún problema de hemorroides.
—Llevo todo el fin de semana pensando en el tema. No creas que es una decisión tomada a la ligera. La he meditado mucho.
—Sabes perfectamente que estoy hasta arriba de trabajo —protestó Enrique, haciendo un gesto con la mano que señalaba un montón de papel imaginario encima de la mesa del despacho.
—Lo sé, pero va a ser una situación transitoria.
—Transitoria es la situación de Javier. Se va el viernes, y aún no me has dado ninguna solución.
—Tú acepta lo que te propongo y veremos que se puede hacer con la se­cción de deportes.
—Cuidado, que ese truco ya me lo sé. —Enrique era el único que tenía la suficiente familiaridad con  Roberto para hablarle sin reparos. La franqueza entre ellos descansaba en una especie de acuerdo tácito labrado a lo largo de los últimos años; asentado en la confianza que Roberto tenía en él a pesar de ser el redactor jefe más moderno. Era un periodista brillante y Roberto lo tenía como su protegido y a la vez confidente. Necesitaba alguien en quien poder desahogarse, y no le importaba que Enrique se aprovechara de ello.
—Llevo hablándote de Javier varios días y no haces más que darme largas —continuó Enrique—. Debemos hacerle un contrato al chaval, aunque sea temporal. Acuérdate del sensacional trabajo que hizo cubriendo el mundial de fútbol. El suplemento y la guía que editamos se lo curró el solo. Se lo merece. Y yo también. No podemos esperar a enero a que vengan los nuevos becarios a resolvernos la papeleta como siempre. Y a perder casi un mes en ponerles al día. Además, es una vergüenza como explotamos a los pobres. Sin cobrar un duro, trabajando hasta las doce de la noche. Estamos dinamitando sus vocaciones año tras año.
La última frase impactó por debajo de la línea de flotación de Roberto. Enrique estaba llevando ventaja. Después de una pausa cambió de táctica y siguió con su defensa personal:
—Sencillamente, no puedo llevar Deportes y menos hacerme cargo ahora de Nacional y Regional. Como siga así pronto tendrás noticias mías en las páginas necrológicas.
—No exageres. No vas a estar solo, vas a tener tu gente más el personal de Cecilia. No creo que sea necesario recordarte el momento tan delicado por el que estamos pasando. Además, hemos hecho un esfuerzo enorme para colocar a alguien en noticias locales y no podemos gastar un euro más.
—Es decir, que Cecilia se me ha adelantado.
—Nadie se ha adelantado a nadie. El periódico es de todos. Y yo tengo que velar por el interés común. Hacía más falta en Regional que en Deportes. Ten en cuenta que esa nueva incorporación será un refuerzo para ti cuando sustituyas a Cecilia. Así que no te quejes.
—Vale, y ¿cuándo debo relevar a Cecilia?
—Ya. A partir de que sea oficial en la reunión de mañana. Cecilia tendrá un par de días para entregarte los trastos.
—Estupendo —dijo Enrique con toda la ironía que era capaz de expresar—. Encima tengo que tratar con la persona con la que menos me apetece hablar.
—No seas duro con ella. Recuerda todo lo que ha tenido que pasar: la separación no ha podido ser más traumática, y además el embarazo...
—Bueno. Accederé. ¿Me queda otra alternativa? —se resignó Enrique, que volvía a mirar la mancha de tinta del bolsillo derecho de Roberto. Ya no pensaba avisarle de que se estaba cargando la camisa de Hermes Govantes.
—La verdad es que no —dijo Roberto acompañando la respuesta con un cabeceo—. Pero aún hay más…
—¿Cómo que más?, ¡no me jodas! —Esta vez el que se levantó fue Enrique.
—Deberás encargarte también de la coordinación de todas las áreas. Lo siento, pero eso va incorporado al cargo.
—Ni de coña. Eso le corresponde al más antiguo —dijo Enrique seguro de su victoria—. El siguiente a Cecilia es Jaime, no yo.
—Ya lo sé… —La coreografía no terminaba, ahora era Roberto el que se sentaba. Se tomó un respiro y, desde la seguridad que le confería su puesto de privilegio, detrás de su mesa, lanzó el ataque definitivo:
—Pero de Jaime no me fío. Ese niño de papá ya sabes por qué trabaja aquí. Don Juan quería mantenerle ocupado, pero a ser posible lejos de él. Y ahí lo tienes —Roberto señaló con su dedo índice hacia la mesa vacía donde se suponía debía estar sentado Jaime—  ocupándose de Internacional o, lo que es lo mismo, copiando las noticias que le mandan de la agencia y volcándolas en maquetación. Y ni si quiera eso lo hace bien. Al final tengo que supervisar yo personalmente la selección final porque la suya suele ser un desastre. ¿Ese es el co­ordinador que quieres para el periódico?
Enrique estaba vencido. La batalla estaba perdida. Tenía que reconocer que  sufrir a Jaime como coordinador era lo peor que les podía pasar. Roberto sabía como manejar la situación. Era un maestro en esas lides y Enrique no tenía nada que hacer. Aún así, intentó sacar ventaja de su derrota con una advertencia.
—Está bien. Tú ganas. Pero a Jaime no va a haber quien lo aguante.
—Tranquilo, de ese niñato me encargo yo.
—Te lo recordaré.
La discusión había finalizado, y Enrique había perdido por K.O.
—Entonces, ¿cuento contigo para el puesto?
Enrique cabeceó y puso condiciones a la rendición—. Aceptaré, pero me tienes que prometer que contratarás a Javier.
—Te lo prometo—mintió Roberto.

Vivía en una tienda de campaña desechada por alguien que acababa de renovar el material y recogida por él en el vertedero municipal. El Gabacho se había instalado en el asentamiento de chabolas del parque anexo al puente de Chapina. También llamado del Cristo de la Expiración o del Cachorro, por el popular paso de Semana Santa, era un viaducto muy reconocible por sus lonas blancas ideadas para hacer más soportable el calor a los sufridos peatones. El puente tenía poco recorrido histórico. Había sido construido para la Expo del 92 y para los casi cuatro kilómetros de río que se pretendían recuperar. Por esa razón (por haberse construido el puente primero, antes que el cauce del río) se llamó “El Puente de Los Leperos”. Esto provocó una reacción todavía más graciosa por parte del ayuntamiento de Lepe. El alcalde del famoso pueblo de Huelva solicitó, el día de los inocentes, que el puente recibiera ese nombre con carácter “oficial”. La inocentada se completó con un bando que le otorgaba al pueblo el derecho a cobrar un canon por permitir que utilizaran su nombre.
Lo que no tenía ninguna gracia era la triste existencia de El Gabacho. Una vida que gozaba de cierta “estabilidad” en el último año. El eufemismo se podía aplicar gracias a la rutina diaria que seguía casi a rajatabla: se basaba en organizarse para conseguir los quince euros que costaba la dosis de heroína, y luego chutarse en su tienda para escapar del temible mono. Para ello, se levantaba relativamente temprano. Con la resaca del día anterior a cuestas, atravesaba los Jardines del Guadalquivir y cruzaba el río por la Pasarela de la Cartuja. Desde allí, tras pasar por Torneo, subía por Juan Rabadán, y ya estaba a un paso de su puesto de “trabajo” en la plaza de San Lorenzo. En la entrada de la Hermandad del Gran Poder, si no se daba mal el día, podía sacar unos ocho euros de media a los piadosos que se acercaban a ver la imagen centenaria. Se podía decir que casi se había ganado una clientela fija entre las ancianas que allí se reunían para rezar el rosario. Además, había conseguido librarse de la competencia auxiliado por el SIDA y otras enfermedades. Una vez lograda esa cantidad, subía hasta las inmediaciones de la clínica Nuestra Señora de Aranzazu. En las calles anexas podría sacarse el  resto si estaba espabilado y atendía a los vehículos que temporalmente allí se estacionaban. No le iba mal la mezcla de mendigo y “gorrilla”. Por otro lado, siempre podía ganarse un extra pidiendo en los bares de la Alameda de Hércules y, de paso, celebrarlo bebiéndose una litrona, comprando tabaco e, incluso, comiendo algo.
Luego, sin necesidad de cambiar de zona, en un lúgubre piso de la calle Trajano, prácticamente en el único edificio que quedaba por restaurar, conseguía el preciado tesoro. Charlie, su camello habitual, lo esperaba a eso de las diez u once de la noche para hacer la transacción. Era un tipo legal. Nunca faltaba a la cita y siempre tenía mercancía de primera. Tan buena, que el propio Charlie, un yonqui rehabilitado, no había resistido la tentación y varias veces había cambiado su insulsa metadona por un buen pico. Eso es lo que le había confesado hacía unas semanas. “el jefe ni se entera si me chuto un poco de droga…”. El Gabacho opinaba que un camello que consumía no era muy buen negocio; aunque a él eso le daba igual. No era su problema. Mientras tuviera su parte, todo iba bien. Conseguido el caballo, y espantado el fantasma del mono, ya podía irse a su tienda. Su elíseo particular; su lugar de reposo. Un día más en el paraíso.
Pero ayer, de repente, todo se fue al carajo. Y eso que había tenido una jornada de las que se podría llamar buena; al menos hasta la hora de su cita con Charlie. Con dinero de sobra, gracias a la generosidad de los fieles que acudieron al templo cumpliendo con los oficios del Día de Todos los Santos, y después de haberse pimplado un litro de cerveza, llegó contento al piso de la calle Trajano. Una vez allí, le sorprendió que ninguno de los habituales estuviera vigilando la calle, pero no le dio importancia hasta que, dentro del portal, notó algo raro. Aparentemente, todo estaba como siempre: el oscuro zaguán, los desvencijados buzones, la mayoría abiertos y sin tapas, las desconchadas paredes, y el hueco del ascensor sin ascensor, una obra que alguna ingenua reunión de vecinos había intentado llevar a cabo sin éxito.
Subió la escalera sin abandonar la sensación de desasosiego. Sería el mono que estaba comenzando a escarbar sus entrañas. Se tranquilizó pensando que pronto tendría aquello que necesitaba. Entonces llegó a la cuarta planta. La puerta del tugurio estaba entreabierta. La empujó despacio y enseguida oyó los gritos. Alguien estaba discutiendo con Charlie. No podía distinguir bien las palabras, “… Vas a pagar…” “Te lo juro…”, a El Gabacho le entró el pánico. Sin haber llegado a traspasar la puerta se dio media vuelta y salió pitando. “Una redada”, pensó. Tenía que salir de allí rápido. Ya sabía lo que eso significaba. ¿Cuántas veces lo habían pillado chutándose en pisos como aquel? El camello solía escapar a tiempo después de deshacerse de la droga, mientras que los yonquis, en su delirio, se quedaban a merced de la pasma. Esa era la razón por la que hacía tiempo que decidió no pincharse en otro sitio que no fuera un lugar seguro. No podía permitir que lo volvieran a coger. La última vez creyó que no salía vivo de la experiencia. Allí, entre rejas, el mono estaba asegurado. Y eso era lo peor que le podía pasar con diferencia.
Todo se había jodido. Por experiencia sabía que las desgracias no solían  venir solas. Después de atravesar corriendo la ronda de Torneo, a punto de ser atropellado, volvió por la Pasarela de la Cartuja para recorrer el camino inverso hasta el asentamiento bajo el puente de Chapina. A medida que se acercaba por el Jardín Americano, ya observó, a lo lejos, un centelleo azul característico. Eran las luces de los automóviles y motos de la policía local. Sólo podía significar una cosa: estaban desalojando las chabolas.
Su tienda corría peligro. Lo que faltaba.
Otra vez se dio a la fuga. No paró hasta llegar a un comercio de todo a cien donde un dependiente chino suministraba bebidas para el botellón nocturno. Con la recaudación del día, El Gabacho compró varias litronas y una botella de whisky. Todo el alcohol cayó esa noche. Eso le sirvió para ahuyentar, a duras penas, los efectos del síndrome de abstinencia que comenzaban a ser insoportables. Tirado en el interior de una sucursal del Banco de Andalucía, junto a dos sin techo como él, durmió anestesiado por la bebida. Fueron el temblor y los sudores fríos, provocados por la falta de droga, los que lo despertaron muy temprano. Lo primero que hizo al salir del cajero automático fue vomitar en la calle, justo cuando pasaba por delante una señora mayor con su carrito de la compra. Los insultos de la anciana, que se quejaba de las salpicaduras en los bajos de su carrito, parecía que iban dirigidos a otra persona. Él no prestaba atención a lo que ocu­rría en ese mundo. Su vida, a ras de suelo, se lo impedía. Ahora sólo tenía una idea en la cabeza: volver al piso de Charlie y conseguir su dosis diaria.

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8 comentarios:

  1. Qué la vida trascurre en paralelo y sin aparente relación lo sabia pero apenas nos damos cuenta.
    sigo creyendo que en algún momento se cruzaran.
    Puro realismo Ethan.

    Saludos :-)

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    1. La vida es así y a veces no nos damos cuenta de ello. En la misma ciudad conviven personas que, sin embargo, parece que habitaran en planetas diferentes.
      Saludos!

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  2. Me resulta tremendamente verosimil, enhorabuena. Y me gusta ese relato negro a plena luz del dia...aunque no tengo mucho tiempo para leerlo con la pausa que se merece, prometo seguirlo como merece. Y ánimo, y también a los becarios...

    Un abrazo :)

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    1. Cómo subsistirían infinidad de empresas sin el trabajo de lo becarios, me pregunto yo.
      Un abrazo, Explorador irlandés.

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  3. La novela no pierde interés, acrecentado por quienes conocemos la ciudad.

    Te deseo mucha suerte en esta andadura y felicidades por la publicación.

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    1. Creo que no es una novela localista, que se puede leer sin necesidad de ser sevillano, pero que duda cabe que el que conozca la ciudad la disfrutará más.
      Un abrazo!

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  4. Me ha gustado eso de un rosto que parece el negativo de una fotografía de blanco y negro... Al decir verdad me ha gustado la forma de describir a las personas.
    abrazo

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    1. Me alegro de que te guste. Aún faltan algunos personajes por salir.
      Un abrazo!

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